jueves, 21 de abril de 2011

La Cacería Del Cuerno Blanco V (parte 1) "Fuego En Las Almenaras"


El general Tristan, dio una calada a su larga pipa y se recostó incómodo contra su silla de madera. La taberna bullía de actividad y ríos de cerveza caían sin control de las jarras y pintas que un posadero regordete servía esgrimiendo una sonrisa de autosuficiencia. El humo se elevaba por el aire de la taberna como si tuviera vida propia, y el aroma del vino y la cerveza se mezclaba con el de las generosas raciones de carne que una mesa repleta de enanos devoraban sin contemplación. Viejos y ancianos por igual se reunían en círculos improvisados para escuchar historias que hablaban de dragones plateados y princesas de belleza arrebatadora. Aquellos que menos primaveras habían visto pasar frente a sus ojos, se dejaban caer contra el suelo o bien sobre los gastados taburetes para escuchar aquellos relatos que los sacaban de su cruel existencia y los trasladaban por unos minutos a lugares en donde podían sentirse como príncipes apuestos y valientes que atravesaban las gargantas de los dragones enarbolando palabras de amor o gloria infinita. Los ancianos se recreaban narrando aquellos dramas que conocían desde que tenían memoria y disfrutaban dejando que los ovacionaran o los aplaudieran como si se encontrasen en el centro de un escenario interpretando una comedia.

Tristan volvió a coger la pipa entre las manos y siguió en silencio escuchando la media docena de historias que le llegaban flotando hasta sus oídos. Él sabía que las aventuras épicas no eran más que droga que el pueblo consumía diariamente para alejarse de la cruda realidad. Hambre, miedo, dolor, pena... no eran más que fantasmas invisibles que desaparecían en cuanto algún anciano se presentaba en una taberna y comenzaba a narrar las antiguas aventuras de Fenriar el osado o de Ragadvar el apuesto. Pero las palabras se las llevaba el viento, o eso le habían dicho desde siempre, y cuando cada uno de aquellos jóvenes incrédulos regresaba a sus casas volvían a hundirse en la miseria del día a día. En la mayoría de los casos, aquellas historias tenían su origen en guerreros borrachos con lengua demasiado rápida. Los dragones solían ser borrachos asesinados por haberse metido con quien no debían, y las famosas princesas de belleza infinita acostumbraban a tener más arrugas que otra cosa. Las fantasías no existían, tan sólo historias graciosas que tras el paso del tiempo se convertían en ruedas que corrían ladera abajo exagerándose cada vez más y convirtiendo al patán de los patanes en un héroe que las generaciones futuras no olvidarían jamás.

Él era general, y sabía que los verdaderos héroes estaban en el duro suelo de los campos de batalla luchando contra bestias de nombre impronunciable y dando su vida por sus hermanos de batalla o simplemente por aquellos a los que habían jurado lealtad. Muchos buscaban la gloria y todos ansiaban la fama, pero lo único que encontraban cuando alzaban sus espadas y miraban a su enemigo a los ojos, era un miedo tan intenso y cruel que destruía sus almas inocentes y la arrojaba a un pozo de pesadillas y temor del que nunca lograrían escapar. Ya habían pasado más de diez años desde su primera batalla y aún veía en sueños los ojos de sus amigos y enemigos observándolo desde el más allá y hablándole en lenguas que no conocía o no quería conocer. Cada vez que el sueño lo arrastraba a lugares que creía olvidados o a batallas hundidas en lo más recóndito de su memoria, escalaba hasta el tejado de su casa y rezaba a los dioses por el día en el que dejara de pagar por haber defendido su nación y haber cometido el error de lanzarse a la batalla en pos de ideales que nunca había comprendido. Aquel era el castigo para los que tenían la fortuna de sobrevivir a años de batallas y de sangre: El eterno dolor. Las heridas cicatrizaban rápido, y los golpes y moratones eran compañeros de viaje que permanecían unos pocos días o semanas. Pero las heridas del alma, aquellas no tenían cura posible y desde el momento en el que se hacían, uno sabía que tendría que convivir con ellas hasta el día en el que yaciera en su plácido lecho de muerte.

Pero Tristan no reprochaba a aquellos jóvenes que se arrojaran a los brazos de ancianos traicioneros en busca de palabras mágicas. Los tiempos eran duros en la capital e incluso él temía a aquellos días que traían vientos de cambio... demasiados cambios. Todo había sucedido tan rápido que había logrado sumir al general en un estado de alerta permanente. Y es que, desde aquel banquete celebrado una semana atrás, nada había sido lo mismo. Su vida, al igual que la de todos los habitantes de Heren, había dado un giro brutal del que tardaría años en recuperarse. La luz que había brillado durante el gobierno de Eiadar, se había extinguido en un mar de dudas y conjeturas a cada cual más turbia y confusa. Había estado presente la noche en la que el emperador cayó en el centro del comedor mientras se dirigía a su propio hijo. Había escuchado sus palabras repletas de orgullo por la patria que tanto amaba y al igual que todos, se había horrorizado con la imagen de su espantosa muerte. Envenenado... aquello había dicho Gladvack a la mañana siguiente cuando salió al balcón del palacio para dirigirse a su pueblo anunciándose como el primer emperador de la nueva familia. Su propio hijo, ebrio de poder, había vertido unas simples gotas de veneno en la copa de vino y le había provocado la muerte dejándolo de esta forma como el único heredero vivo de la saga de los Atheldar. Aquello era lo que había dicho el antiguo conde de Dagnor y al no haber pruebas de lo contrario, todos los presentes agacharon la cabeza y corearon a voz en grito el nombre del nuevo mandatario. Él, como soldado que había jurado su cargo bajo la sagrada estatua del fénix y a los pies del mismísimo Eiadar cuando aún era un crío que apenas alzaba un palmo del suelo, debía obedecer y acatar todas las órdenes sin mostrar un mínimo atisbo de duda. Había sido elevado al cargo de general para preservar la seguridad y el orgullo de Heren, o eso le había dicho Eiadar en su día, y si para ello debía acatar las órdenes de un perfecto desconocido, tragaría el orgullo y lo haría. Pero en su fuero interno, allá en donde tan sólo residían sus anhelos y pensamientos más oscuros, no creía la versión de Victor Gladvack.

Había visto caer con sus propios ojos el cuerpo de Eiadar en medio de un centenar de personas que corrían y gritaban. Incluso había visto como William, el joven e inocente príncipe de Heren, se escabullía entre las mesas hasta una puerta cercana. Su huida había sido tan repentina e inesperada que al principio creyó a pies juntillas las palabras de Gladvack que hablaban sobre traición y asesinato a su propio padre. Pero ahora, los días habían pasado, los ánimos se habían calmado, y comenzaba a sospechar que aquello no era cierto. William apenas llegaba a la quincena, y por muy mezquino que pudiera ser, Tristan sabía que no había podido ser capaz de acabar con la vida de su propio padre. Además... ¿Porqué todo el mundo creía a pies juntillas lo que había dicho aquel conde de tierras lejanas? Su enemistad con Eiadar era archiconocida y en Magmar todos sabían que ansiaba el trono del emperador ¿Porqué nadie recordaba aquello? Para él era un sospechoso mucho más creíble que el mismísimo príncipe de Heren.

El general cerró el puño bajo la mesa y miró alrededor. Aquellas personas parecían tener la inteligencia suficiente como para pensar por ellas mismas ¿Acaso no habían llegado a la misma conclusión que él? ¿De verdad eran tan inútiles para creer en las palabras de un hombre que su amado emperador había aborrecido y maldecido durante años? No quiso pensar en una nación en donde las palabras de un asesino eran comparadas con las de un dios. Conteniendo un gesto de rabia, agachó la cabeza ocultando su rostro bajo el canoso y largo cabello que lo protegía de miradas indiscretas. Era un soldado del imperio y si debía callar y obedecer las órdenes de un asesino, lo haría. No tenía familia que defender pero había luchado muchos años por el bienestar de su pueblo y si para evitar una masacre debía de mantener la boca cerrada, lo haría. Eiadar estaba muerto, aquello ya no tenía solución y tampoco podía demostrar la culpabilidad de Gladvack. Por otro lado, ya se había proclamado emperador y había jurado su cargo en una solemne ceremonia en la que había besado los pies del fénix dorado de la catedral ante la mirada del sumo sacerdote de la orden. Ahora que gobernaba todas las tierras libres de los hombres, no se podía abrir un juicio contra él. La inmunidad diplomática lo defendería por mucho que hubiese una oleada de pruebas contra él y Tristan prefería vérselas con una manada de leones hambrientos antes que alzarse contra el emperador.

Mientras tanto, la nueva política de la familia Gladvack, comenzaba a instaurarse en las calles de la capital. Los puestos y tiendas habían doblado el precio de sus artículos ante la presencia en la ciudad de viajeros de tierras lejanas que se habían trasladado hasta la capital para mostrar sus respetos al emperador fallecido. Los astutos comerciantes aprovechaban aquellos días para sacar el máximo provecho a sus artículos logrando venderlos a menudo por cantidades desorbitadas. Pero los problemas iban mucho más allá. Y es que, además del encarecimiento de los precios (algo a lo que el pueblo ya se había acostumbrado con cada cambio de emperador) Victor Gladvack había iniciado una oleada de cambios en las filas de su propio ejército. Con guerreros traídos directamente de sus dominios del norte, había sustituido a muchos de sus compañeros y en su lugar había colocado a hombres de rubio cabello y mirada azulada que tenían la irritante costumbre de mirarlo por encima del hombre y dirigirse a él como si no fuera el máximo representante de las tropas de Magmar. En cualquier otro momento, se hubiera negado en redondo a aceptar cambios en sus tropas, pero estos venían abalados por la firma del propio emperador y él era la única persona que estaba por encima de él en asuntos militares. El general era un hombre orgulloso y si se hubiera tratado de Eiadar, no habría dudado en ir hasta su presencia para discutir aquellas decisiones con él en persona. Pero su sentido común le decía que aquel nuevo emperador podía traerle problemas si se enfrentaba a él y por el momento prefería mantenerse en la sombra y esperar a que las aguas volvieran a su cauce. Aunque, como había temido, los recién llegados, habían traído consigo una importante cantidad de problemas. En más de una ocasión había sorprendido a aquellos hombres tan silenciosos como manipuladores, chantajeando a los vendedores locales y amenazándolos con la orca si no pagaban una serie de impuestos carísimos que iban inventando sobre la marcha. Así mismo, también había encerrado a un par de ellos por intentar abordar a un grupo de jóvenes casadas en un callejón. Cada vez que cosas así sucedían, ordenaba que aquellos hombres fueran azotados y firmaba la orden con su propio puño y letra. Misteriosamente, aquellas ordenes acostumbraban a extraviarse por el camino o acababan en manos de carceleros demasiado sobornados como para acatarlas.

Tristan, dando un golpe de autoridad, había reunido a sus hombres de confianza (aquellos que aún no habían sido sustituidos) y se había alejado del consejo militar de Magmar, formando su propio consejo privado en donde tan sólo había cabida para los verdaderos amigos. Aquellos con los que había sangrado y luchado durante muchas primaveras y a los que conocía como la palma de su mano. Todos juntos, dictaban las nuevas normas del ejército que iban dirigidas a los hombres pertenecientes a órdenes en las que las codiciosas manos de Gladvack aún no se habían mezclado. De esta manera, había logrado dividir el poder de la capital en dos y había formado un nutrido grupo de soldados que acataban sus mandatos sin rechistar y que no se dejaban manipular por el reluciente oro que el nuevo emperador había traído desde el norte. Pero... ¿Qué ocurriría cuando se le pidieran explicaciones por aquellas decisiones que había tomado a espaldas del emperador? ¿Qué haría cuando sus propios hombres cayeran bajo las codiciosas garras del dinero de Gladvack? ¿Iniciaría entonces una refriega entre sus hombres y los del emperador? ¿Haría verter sangre en las calles para purgar al ejército de la codicia y la sinrazón? El oro de Victor parecía no agotarse nunca y Tristan sabía que por muy alto que un hombre jurase su cargo, siempre había un precio con el que se doblegaría. De su propio padre siempre había oído que el dinero era el arma más peligrosa para cualquier hombre. Una montaña de relucientes monedas podía oscurecer con su brillo el corazón del más bondadoso convirtiéndolo en una criatura pérfida y egoísta cuyo único dios en aquel mundo sería el de la codicia y el poder. La amistad, el honor o el deber, se convertían en palabras vagas y transparentes cuando el dinero gobernaba la mente de los hombres.

Drag-tag... aquel hombre había sido su únco apoyo cuando la oscuridad de la sinrazón lo había rodeado. Primer oficial del ejército de Magmar en los tiempos de Eiadar, había sido relegado de su cargo sin explicación alguna cuando Gladvack ocupó el trono. En su lugar habían colocado a un hombre del norte cuyo nombre no recordaba en aquel momento y que parecía más estúpido con cada decisión que tomaba. Cuando Tristan nombró un segundo consejo, fue a la puerta de su casa y encontró a Drag-Tar tirado en el salón agarrando una botella de vino. Sus ropas estaban hechas jirones y dos profundas y oscuras ojeras caían por su rostro asemejándolo a un cadáver en descomposición. Con mucho cuidado, el general lo llevó hasta su propia casa y allí lo atendió hasta que se hubo recuperado. Tristan conocía aquella sensación de abandono que rodeaba a un soldado el día que era expulsado de su cargo. Para un hombre que vivía defendiendo a su patria espada en mano, la batalla era el aire que necesitaba respirar para seguir viviendo y la sangre era el aroma que necesitaba respirar para que sus sentidos siguieran activos. Cualquier hombre sensato hubiese dicho que entristecerse por no poder seguir matando, era algo tan ilógico como cruel. Pero Tristan lo comprendía. A sus sesenta años, Drag-Tar se había alzado como uno de los hombres más sabios en el campo de la lucha y Eiadar había hablado a menudo de él como uno de los mejores estrategas que Heren había tenido el orgullo de conocer. Nadie podía reprocharle nada y las largas y gloriosas batallas que había ganado mientras alzaba en alto su espada, eran pequeñas y brillantes medallas que aquel oficial había ido colgándose durante sus cuarenta años de servicio militar. La espada era su vida, lo había dado absolutamente todo por ella y había abandonado a su familia y a sus amigos por entregarse en cuerpo y alma a una vocación que se había convertido en su razón de ser. Cada día que vivía, era por Heren, cada grito que lanzaba al cielo era para bendecir su causa y cada noche que dormía con el cielo como único refugio, era para proteger su patria. Cuando el nuevo emperador, emborrachado por la codicia y el orgullo de su cargo, expulsó Drag-Tar de su cargo. No sólo lo privó de un oficio, sino de toda su vida. Aniquilo su espíritu del mismo modo que el alma de una madre moría al ver a sus hijos caer en el frío barro de la batalla. Sin la lucha, ya no era nada, tan sólo un anciano viejo y gastado cuyo único anhelo era ahogarse en alcohol con la esperanza de que la oscura mano de la muerte se cerniese cuanto antes sobre su cabeza.

Aún podía recordar con todo lujo de detalles la cara que había puesto el día que le dijo que lo aceptaba como miembro honorífico de su nuevo consejo militar. Adormilado en el lecho de la cama que aún conservaba en el desván, Drag Tar dio semejante salto que estuvo a punto de golpearse la cabeza contra el techo de madera. Tristan sintió en sus carnes el sentido abrazo que el viejo oficial le regaló y en él pudo sentir el júbilo de un hombre que había descendido a los infiernos y había vuelto para convertirse en el guerrero más feliz de cuantos había en la capital. Y es que, al recuperar su espada y su cargo, Drag- Tar pudo agradecer a los dioses que le devolvieran su alma. Con aquel poderoso aliado a su lado, el nuevo consejo pudo ver como las fuerzas se igualaban en aquel tenso silencio que rodeaba a las dos fuerzas.

Durante los próximos días, Magmar observó con atención a aquellas dos burbujas que iban creciendo retándose la una a la otra esperando al momento adecuado para explotar. Y es que, por mucho que Tristan se esforzara por evitarlo, era inevitable ver como los dos frentes militares iban creciendo y fortaleciéndose en las calles de la capital. Él mismo había iniciado todo aquello alejándose del emperador y formando un consejo con sus propios hombres de confianza. El poder estaba dividido en Magmar, y aquello era tan inevitable como intentar que el agua no se escurra entre los dedos y caiga sin remedio al suelo. Había dividido a Magmar en dos renegando de los nuevos hombres que ahora patrullaban por sus calles y había dado la espalda al nuevo emperador. Pero aún no había sido expulsado.

Tristan no era tan estúpido como para poner en peligro su cargo y en ningún momento había desobedecido ninguna orden directa de Victor Gladvack. Lo único que había hecho era obrar acorde a una serie de decisiones que su posición como general de las tropas de Magmar le autorizaba a realizar. Hasta la fecha, el emperador (que era el único con autoridad para deshabilitar una orden suya) se había desentendido de cualquier cosa que hiciera su general y no se había pronunciado ni a favor ni en contra de sus decisiones. Es más, ni siquiera le había dirigido la palabra y aunque Tristan estaba seguro de que no le había hecho mucha gracia separarse de sus hombres, el emperador no había dado señales de vida. Todo aquello le hacía sentirse sumamente inquieto. No sabía a que podía estar esperando para hablar con él y aunque no le sorprendería el ser expulsado en cualquier momento del ejército, de momento Victor se mantenía en la oscuridad y seguridad de su palacio... esperando. Tristán se puso en pie y tras pagar al tabernero, abandono el local dejando que los aromas de la tarde le hiciesen olvidar sus preocupaciones. No sería él el que se acercara a hablar con el nuevo mandatario de Heren y mientras tomara su decisión, se mantendría alerta.



En una noche cubierta de estrellas, el general caminaba por una calle solitaria en la que las únicas protagonistas eran las luces que parpadeaban temblorosas a lo largo de la oscuridad. Bajo ellas caminaba el orgulloso general, disfrutando de la satisfacción del trabajo bien hecho. No temía a la soledad ni a los rincones que las farolas dejaban sin iluminar. Su caminar era un leve repiqueteo de metales que rasgaba el silencio abriéndose paso por una ciudad que a aquellas horas se asemejaba con un gigante dormido que esperaba a las primeras horas del alba para despertar. Cuando los gatos negros aún podían saltar por los adoquines sin ser temidos, Tristan regresaba a su casa vacía con la esperanza de poder disfrutar de la compañía de la hoguera y el calor indiferente de sus llamas. Entendía el dolor de Drag-Tar al ser expulsado del ejército. Entendía su dolor como si él mismo lo tuviese alojado en alguna rincón de su corazón. La soledad del soldado. Algo tan obvio y cruel que podía destruir la mente del más débil sin contemplación alguna. Cuando los enemigos morían en los campos y las bestias de los bosques se retiraban allí a donde tan sólo habitaban las sombras, los hombres debían regresar al hogar. Un hogar en donde no había espacio para la amistad o el amor y en donde lo único que aguardaba al cansado viajero era era el dolor de verse rodeado de la penumbra de la soledad sin una mano a la que agarrarse en la cama ni una voz amiga que escuchara sus historias. Aquel era el terrible precio que debían pagar por defender lo que más amaban, al igual que los clérigos entregaban su corazón a dios y olvidaban el calor del mundo terrenal, todo aquel que tuviera el infinito orgullo de considerarse un soldado, debía hermanarse con la batalla y aceptarla como su única compañera de un viaje que terminaba demasiadas veces en la muerte. La espada era una amante exigente y si uno no le prestaba la atención que merecía dedicándole horas de entrenamiento y esfuerzo, lo más probable es que en pocos días su piel besara la dura tierra para no alzarse nunca más. Entregarse al filo de la hoja y al tacto del mango y la vaina, exigía decir adiós a conocer sensaciones y sentimientos que sólo los hombres más débiles tenían el privilegio de conocer. La fuerza exigía sacrificio, el talento requería soledad y el poder tan sólo se lograba con tiempo. Un tiempo ue privaba a los guerreros de poder disfrutar de la vida que otros presumían.

Tristan abandonó una calle repleta de puestos a medio montar y barriles de madera gastada, y su figura se perdió en la oscuridad de un callejón que se perdía entre dos edificios de tamaño considerable. La pálida luz de la luna de otoño apenas lograba filtrarse entre las paredes y su blanquecino resplandor era tan sólo un débil brillo que moría en los tejados construidos a muchos metros por encima de su cabeza. Arrebujándose sobre su roja como la sangre, el soldado suspiró agotado. No se arrepentía de la vida que había escogido, al igual que todos sus hermanos de batalla. Puede que muchos se sorprendieran al oírle decir de sus propios labios que la profesión de soldado era la mejor que podía haber escogido. Y los compadecía. Pero él sabía porqué lo hacía. Él sabía porque dedicaba cada segundo de su vida a velar por los sueños de hombres que no conocía ni quería conocer. Algunos clamarían al cielo invocando a la gloria y al honor, pero en su más hondo y sincero ser, sabía que existía otra razón. Palabras como el deber eran sólo escudos bajo los que hombres ineptos se escondían a la espera de que les llegara el fin. Aquellas palabras adornadas de oro, se convertían en polvo cuando un hombre empuñaba su espada y miraba a su enemigo a los ojos. Tristan tan sólo veía reflejado en ellos el dolor que podían causar si su corazón negro y codicioso entraba en la capital y en esos segundos de duda y temor, una llama se encendía en algún punto perdido de su cuerpo y le decía que era el único muro que separaba a Magmar y a Heren de la destrucción. En ese momento, se convertía en la fina cuerda que ataba los dos extremos del mundo y los protegía del vacío que se abría a sus pies. Era en esos instantes, cuando el corazón de los guerreros saltaba lanzando fuego y cuando las espadas silbaban furiosas, era en aquellas diminutas fracciones de segundo cuando los soldados entendían que no eran espadas, sino escudos. Escudos de carne y hueso que se levantaban orgullosos junto al estandarte de su nación y frente a los muros de su ciudad y expulsaban a bestias sin nombre con el único propósito de seguir con vida. El sabía que algunos lo llamarían orgullo, pero era algo más... algo mucho más sincero.

De pronto Tristan se detuvo azorado. Frente a él, en la oscuridad, a apenas varios metros de distancia, una figura se recostaba temblorosa contra un rincón. Instintivamente apretó el paso y el ruido de sus botas resonó en el angosto callejón. Cada paso que daba lo acercaba más a aquella mancha difusa en las tinieblas y cuando llegó junto a aquel pobre desgraciado, su corazón dio un brinco al reconocer el rostro de Drag-Tar. Su rostro volvía a estar al borde del colapso aunque en aquella ocasión se horrorizó al comprobar que no tenía ojeras bajo la mirada y que en su lugar había una herida que sangraba profusamente de su mejilla derecha. La boca permanecía abierta en gesto hosco y sin necesidad de tocarle, supo que la mandíbula estaba rota. Su amigo respiraba agitadamente por el dolor y sus ojos permanecían abiertos de par en par fijos en algún punto entre el hombro de su amigo y la pared que había tras él. Nervioso y muy contrariado, Tristan pasó una mano frente a los ojos de su amigo y al ver que estos no se movían ni un ápice, supo que de alguna manera, se había quedado ciego. Los brazos caían sin vida sobre la fría roca y Tristan supo que Drag-Tar no se había percatado de su presencia en ningún momento. Tras unos segundos que se hicieron eternos, quiso hablar y decirle algo a su amigo que ya estaba allí y que no debía seguir sufriendo. Pero sin previo aviso, ya antes de que pudiera reaccionar, la oscuridad cayó sobre ellos y el guerrero supo, que no estaban solos.

Siete sombras de idéntico tamaño se irguieron a su espalda y antes de que pudiera dar la voz de alarma, unas manos lo agarraron y encadenaron. En ningún momento pudo ver el rostro de sus agresores y antes de que pudiera siquiera pensar en un plan de huida, sus brazos estaban inmóviles y sus piernas inutilizadas gracias a unas gruesas cadenas de hierro que parecían haber surgido de la propia oscuridad que lo rodeaba y aprisionaba como si tuviera vida propia. Su cara se encontró abrazando el frío suelo de piedra y exhaló un débil gemido de dolor cuando las ataduras se cerraron tras él. Después, cuando su campo de visión se redujo a la pequeña parcela de suelo que había albergado su caída, Tristan habló y lo hizo sin saber muy bien a quién debía dirigirse.

-!Soltadme! -exigió- !No sabéis lo que estáis haciendo!

Al principio, de las tinieblas tan sólo llegó un silencio largo y prolongado. Pero antes de que el general pudiera volver a alzar su voz al viento, una bota surgió de la oscuridad y le golpeó violentamente la cabeza. Atrapado como estaba, no pudo hacer nada para evitar la patada, y lo único que quedó tras ella fue su orgullo y la determinación que tenía por no dar muestras de dolor ante aquellos miserables que se refugiaban al amparo de la oscuridad. Aturdido y asustado, se encogió todo lo que pudo contra un rincón y trató de ponerse en pie mientras notaba como un débil hilo de sangre corría por detrás de su oreja y caía hasta sus hombros. La vista se le había enrojecido sensiblemente y rezó para que no fuese nada grave. Fue entonces cuando de las tineblas, tal vez motivada por los patéticos intentos de Tristan por ponerse en pie, brotó una ronca carcajada de la oscuridad.

-Sabemos quién eres general. Llevamos siguiéndote más tiempo del que crees y tus hazañas se cuentan en las tabernas de Dagnor desde que tengo memoria. Lo que jamás llegamos a imaginar fue que no era más que una rata cobarde muy diferente al gran hombre hecho de fuego y acero que rezaban las leyendas.

Tristan esbozó un gesto de incomodidad. Dagnor... la fortaleza del norte levantada en tiempos pasados y gobernada por la familia Gladvack. Si aquel hombre, o lo que fuese aquel al que se dirigía, procedía de allí, ya sabía quién había comandado el ataque que en aquellos momentos lo retenía en la oscuridad.

-Victor...

Una segunda carcajada volvió a preceder a la voz del desconocido.

-No, no soy Victor. Puede que tu cargo te autorice a pavonearte por el palacio imperial como si fueras el único gobernante de la capital. Pero nuestro conde no te considera tan digno como para bajar él en persona a encargarse de ti. Para eso, ya nos tiene a nosotros.

-Osea que este es el estilo del norte. Atacar por la espalda a un hombre desarmado en medio de la noche. Había oído maldiciones sobre vosotros y siempre me había negado a creerlas pero está claro que en vuestras tierras se cría la maldad en cantidades peligrosas. Si no habéis crecido sabiendo lo que es el honor, no sois dignos de darme muerte.

-No te escudes en tus altruismos Tristan. Esto no es una cuestión de honor, considéralo más bien un feo asunto de negocios en el que has metido las narices. No deberías haberlo hecho y ahora estás pagando las consecuencias. Además, sé de sobra que no vas desarmado, pues incluso tras esta oscuridad puedo ver el brillo del mango de Maether.

Lentamente, el general agachó la cabeza y vio el brillo inconfundible de su espada saludándole desde las tinieblas que los separaban. Incluso en aquella situación, pudo regocijarse del orgullo que sentía cada vez que los vientos de la batalla lo empujaban a blandir a Maether bajo los rojizos fuegos de la batalla. Oleadas de rugidos enfervorizados acompañaban a las cargas que aquella espada protagonizaba y todo aquel que cabalgase a su lado, podía sentir la fuerza de veinte gigantes recorriéndole las venas. Forjada por herreros enanos en tiempos inmemoriales, cuando las estrellas eran aún quimeras de un futuro distante, llevaba inscritas en su filo plateado palabras que hablaban de valor y templanza. Su brillo azulado recordaba a las cumbres de las lejanas montañas de Glombath y cada vez que su amo la hundía en el frío del hielo y la nieve, brillaba dominada por el poder de las runas que le habían conferido el poder. Cada estocada de aquella maravilla, podía arrebatar la vida de un hombre antes de que este pudiera percatarse de lo que había sucedido y cada golpe era capaz de hacer temblar la tierra a su alrededor. Tristan entendía que aquellos miserables escogieran atacarle bajo la seguridad de la noche, cuando Maether dormía plácidamente en su vaina de cuero y nada podía alterarla.

-Cabrones... hice bien en repudiaros cuando tuve ocasión. Los hombres de Gladvack no sois más que una maldición que enferma y daña a esta ciudad. Los hombres del consejo os encontrarán y aniquilarán antes de que podáis siquiera defenderos. Desearéis que esto nunca haya ocurrido y sólo espero que sean lo suficientemente sensatos como para llevarse a vuestro apestoso conde con vosotros.

-Amenazas... amenazas... !Es muy fácil utilizarlas cuando uno sabe que la muerte está a punto de recibirte en su negro salón! Pero todos esos canallas que osaron dar la espalda a nuestro conde van a pagar con creces su osadía. El nuevo emperador tiene planes muy especiales y confía en nosotros para destruir a toda la chusma que camina por su ciudad creyéndose alguien. Los Neiar están a punto de llegar y para entonces hemos de expulsar de este mundo a todo aquel que no se arrodille por voluntad propia ante nuestro emperador.

Mientras hablaba, Tristan había logrado ponerse en pie y se mantenía dolorido y apoyado contra la pared sin dejar de otear la oscuridad que lo separaba de aquella ronca y orgullosa voz.

-Pues no cuentes conmigo ni con ninguno de mis hombres-dijo- El oro de tu conde no nos impresiona y no nos arrodillaremos ante nadie que no sea el verdadero heredero al trono de Heren. El consejo permanece fiel de corazón a los Atheldar y cualquier intento por vuestra parte de impedirlo acabará en sangre y acero.

-William Atheldar es un asesino -replicó la voz en un susurro apenas audible- ahora mismo está siendo perseguido por todos los hombres fieles al conde y muy pronto encontrará la muerte en algún sendero lejano en donde no podáis ayudarle. La sangre de Eiadar morirá con él y comenzará un nuevo reinado en el que Victor Gladvack será el mayor emperador de la historia del continente. Todos los que osen enfrentarse a él acabarán como tu amigo y cuando su labor esté completa ya no habrá sitio en este mundo para los débiles y los ignorantes.

-!Que los demonios se lleven tus palabras! -rugió Tristan- !Cada uno de mis hombres ha dedicado toda su vida a levantar esta ciudad y este imperio! !Hemos dado nuestra palabra de que defenderemos a los inocentes y escudaremos a los débiles bajo nuestras armas y nuestro coraje! !No dejaremos que Heren ceda a la codicia y la oscuridad de un sólo hombre!

Por el rabillo del ojo, Tristan alcanzó a ver como una sombra se movía fuera del circulo y dibujaba pequeños pasos hacia las tinieblas que se abrían frente a él. Decidido a no dejarse amedrentar pos la situación, siguió hablando.

-Habéis asesinado al mejor emperador que Heren ha conocido jamás. De su mano logramos salir de la gran crisis que apunto estuvo de hundir al país en la miseria y junto a sus consejos logramos escapar de la peste negra que brotó en nuestras calles y se llevo a cientos de nuestros camaradas. Su hijo está destinado a convertirse en el heredero que devolverá a Heren al lugar que se merece y no dejaremos que el ansia de poder de un pobre desgraciado nos devuelva al abismo del que un día surgimos. Puede que me matéis a mí, y a Drag-Tar, pero no lograréis privar al pueblo de la verdad. Su verdad, esa que es auténtica e irreemplazable y que servirá para que todos vosotros seáis castigados por los crímenes que habéis cometido. Arderéis en miles de hogueras bajo el sol del alba y cuando sólo queden vuestros huesos, se harán túmulos de tierra negra como el carbón en los que rezaremos para que los dioses del averno se traguen todo lo que en su día tuvieron el valor de crear.

Aquellas palabras fueron recibidas con un silencio sepulcral que cayó sobre el callejón. Durante unos breves y gloriosos segundos, Tristan creyó haber dado con la formula ideal que amedrentara a aquellos canallas sin corazón. Pero tan pronto como la calma había brotado en la oscuridad, esta se rompió con una larga carcajada que atravesó el corazón del general.

-Hablas demasiado y acusas sin razón . Todos vimos a Eiadar caer en medio del banquete cuando nuestro conde, en su infinita sabiduría, quiso firmar la paz con él. Y todos vimos al heredero huir como un trueno en la noche a lomos de un corcel. Sólo por las injurias que has levantado contra tu emperador podríamos colgarte de la torre del palacio para que todos vieran cual es el precio que se ha de pagar cuando uno osa interponerse en los planes de la familia Gladvack.

Tristan se sacudió sobre sí mismo tratando de zafarse de aquellas cadenas de hierro que se aferraban a sus muñecas y a sus tobillos. Cada segundo que pasaba en la oscuridad, notaba como sus manos y pies se inchaban a una velocidad alarmante.

-Es muy fácil defender una mentira cuando se habla con un hombre indefenso. Pero incluso en la penumbra, puedo ver la mentira reflejada en vuestros ojos. Es la misma mirada que las bestias de los bosques y los trasgos ponen cuando tratan de engañar a los viajeros para que se extravíen por sus dominios. La misma que las aves rapaces dibujan en su rostro antes de abalanzarse contra su víctima.

De pronto Tristan sintió una oleada de calor recorriéndole el cuerpo. Una de sus manos había logrado zafarse de aquellas esposas de hierro gastado y ahora tanteaban la cerradura de la segunda atadura como si tuvieran vida propia.

-Esta bien tú ganas general -dijo de pronto el hombre de la oscuridad aparentemente ajeno al débil rayo de esperanza que se había dibujado en la mirada de su presa- nosotros matamos a Eiadar. Lo hicimos con la ayuda de alguien que no conoces ni desearías conocer y las razones para hacerlos son nuestras y únicamente nuestras. Cometimos el mayor crimen de la historia de la humanidad y ni siquiera os habéis dado cuenta. Vuestra estupidez es tan grande que os ha impedido ver en todo momento la verdad y ahora no podéis hacer nada para evitarlo. Llámanos malvados si quieres pero nuestros actos se guían por razones que van más allá del mal en sí mismo. No te aburriré con los detalles de nuestro plan pues tampoco te considero digno de escucharlos pero ahora quiero que me respondas a una pregunta.

Tristan tragó saliva mientras lograba soltar la segunda cerradura y guardaba lentamente el tornillo en su bolsillo para evitar que este hiciese ruido al caer al suelo. Como si nada hubiese ocurrido, mantuvo las manos tras la espalda y se apoyó contra la pared escuchando la confesión de aquel canalla.

-¿Qué piensas hacer ahora que sabes la verdad? La muerte te espera a la vuelta de la esquina y no hay nadie que pueda ayudarte. Ademas, tantos da ocho como ochenta, los aniquilaremos a todos los que se opongan a nosotros como ha ocurrido con tu amigo.

Tristan observó por el rabillo del ojo a Drag-Tar y comprobó que este había dejado de temblar. O había perdido el conocimiento a causa de la conmoción, o...

Fueron las puntas de sus dedos las primeras en recibir una oleada de furia que se extendió por todo su cuerpo hirviéndole la sangre y provocando que el general se llevase una mano al mango de Maether antes de que lo hubiera deseado Pero aquel guardia, o quienquiera que fuese, no se dio cuenta. Tal vez no fuese tan inteligente y avispado como presumía.

-Eres un pobre iluso y un desgraciado -le contestó Tristan- pero debes saber que la sangre de los Atheldar no podrá ser extinguida tan fácilmente. Aunque todos sus herederos sean asesinados, su espíritu seguirá vivo en nuestros corazones y todos los que defendemos su legado alzaremos la espada hasta el fin de nuestros días. Somos muchos, demasiados los que velamos por el bienestar de nuestro pueblo y no dudaremos ni un segundo en levantar nuestras armas contra las sombras de la codicia y la maldad.

-Bonito discurso -se mofó la voz desde algún punto frente a él- sólo te falta una espada para poder vengarte.

Tristan sonrió en la oscuridad mientras jugueteaba con los dedos en el acero.

-Deseo concedido -dijo.

Sin dar tiempo para reaccionar, desenvainó rápidamente la espada y el brillo azulado de Maether inundó el callejón. Junto a la pared contraria, siete sombras se agazaparon tratando de huir a la penumbra que desaparecía. Al general se le rebelaron hombres vestidos con las armaduras de Dagnor de la que colgaban medallas y símbolos de las tierras y ciudades del norte. Largos cabellos rubios se mezclaban con barbas enmarañadas que cubrían unos rostros blancos como la leche. Unos ojos azules lo miraban temerosos desde la distancia y antes de que ninguno de ellos pudiera reaccionar, Tristan atacó.

El acero de la espada silbó furioso y un aullido de dolor rasgó la noche cuando se hundió en la carne del primer desgraciado. Su negra capa salió volando y antes de que sus ojos se cerrasen, Tristan vio en ellos el horror y el miedo a la muerte de la que tanto les había oído presumir. Pero antes de que pudiera regocijarse de su triunfo, seis sombras más se abalanzaron sobre él desde todas las direcciones y se lanzó al suelo por el que rodó rápidamente esquivando el ataque. Quiso ponerse en pie para encararse con sus enemigos pero antes de que pudiera clavar una rodilla en el suelo, una figura se abalanzó sobre él.

Ambos rodaron por el suelo perdiéndose en la inmensidad del callejón. A su paso, los trastos que había en las esquinas resonaban creando ecos interminables que se extendían hasta la lejanía. Tras varios segundos de confusión en los que se golpeó varias veces la cabeza contra el suelo, logró ponerse en pie y bajo él quedó el cuerpo de un hombre magullado que respiraba entrecortadamente con Maether atravesándolo de lado a lado. Esta se había clavado en su pecho cuando aquel insensato se había lanzado sobre él tras recuperarla y Tristan agradeció aquellos reflejos prodigiosos que tanto le habían ayudado en la guerra. Si no hubiera sido por ese golpe de suerte, tal vez en aquellos momentos estaría muerto o al menos a merced de aquellos maníacos que no dudaban en lanzarse sobre su cuello sin pensar en las consecuencias.

Lentamente, se agazapó en la penumbra y se escondió tras un barril de madera. Guardó a su fiel espada en la vaina y la oscuridad volvió a apoderarse del callejón.

-Dos menos -susurró Tristan.

Frente a él podía escuchar ahora los gritos de cinco hombres que luchaban por encontrar a su enemigo en la oscuridad. Silbidos de espada le llegaban entrecortados por voces asustadas que se llamaban unas a otras y gritaban histéricas. De pronto se sintió como un gato que había logrado arrinconar a un grupo de sabrosos ratones.

-Sólo queda cerrar la trampa -se dijo para sí mismo.

Fue entonces cuando, sin un plan concretó, salió de su escondite y enarbolando a Maether dejó que la oscuridad se lo tragase. Un aluvión de espadas lo recibió más allá del negro telón, y cualquier otro hombre, habría perdido la vida de cinco formas distintas si no se llamase Tristan Galayar. A una velocidad inhumana, el general fue esquivando uno a uno cada ridículo ataque que le lanzaban. Aquí y allá evitaba con posturas increíbles los silbidos de acero que le llegaban desde la penumbra y de cuando en cuando Maether lanzaba su azulado brillo hacia la oscuridad. Los ataques de Tristan eran escasos pero certeros y cada vez que su fiel espada bailaba, rojas manchas de sangre chocaban contra las paredes y alaridos de dolor resonaban en las paredes. Como presa de un hechizo, luchaba sin pensar y cada uno de sus movimientos parecían ser dirigidos por algún extraño privilegiado que observaba aquella escena desde la penumbra. No necesitaba estudiar la situación ni un solo segundo y actuaba motivado por un instinto criado y entrenado en miles de batallas. Aquel hombre de apariencia sencilla, había dado muerte a ogros y gigantes por igual y se había convertido durante años en el látigo que castigaba las bestias de las montañas y los bosques. Estas habían convocado rituales y ejércitos enteros con el único fin de destruirlo, y no lo habían conseguido. Hordas enteras habían sucumbido bajo la furia de su espada y cinco canallas en un callejón no iban a poder derrotarlo.

Un minuto. Ese fue todo el tiempo que necesitó para clavar una rodilla en el suelo alrededor de siete cadáveres negros. La sangre cubría los cuerpos de las víctimas y cuando Tristan lanzó una estocada para sacudir las rojas manchas del acero, sintió una euforia descontrolada recorriéndole las venas. La euforia del guerrero. Aquella que lo impulsaba a la batalla y lo motivaba a alzarse cuando todos los demás se habían rendido. Cuando Maether brillaba orgullosa sobre sus rivales abatidos, cada centímetro de su cuerpo sentía la fuerza de mil dioses gritándole.

Guardó la espada en la vaina y permaneció en el centro del callejón contemplando su obra.

5 comentarios:

  1. Vaya...mis felicitaciones ya que escribes muy bien y la historia me ha gustado

    ¡Un saludo y un abrazo!

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  2. Hola amigo estoy leyendola paso luego para terminar de leerla saludines.

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  3. Hola,ya hacía tiempo que no conectaba con la blogosfera ni posteaba en mi blog de cuentos,he estado ausente por problemas de salud.Pronto empezaré a subir cosas nuevas,decirte que me ha encantado tu forma de desarrollar tus historias.
    Un saludo.

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  4. hola iker , pasa por este blog ;http://ediciones-frutilla.blogspot.com/
    creo que te va interesar ;)

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  5. Hola, Íker, te leo mucho, la mayorìa de veces sin pronunciarme, pero estoy impresionada, en el mejor sentido de la expresión, con las últimas entregas qué has hecho al blog. Muy buena historia, sigue cultivando ese talento.

    Saludos.

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