jueves, 21 de abril de 2011

La Cacería Del Cuerno Blanco V (parte 1) "Fuego En Las Almenaras"


El general Tristan, dio una calada a su larga pipa y se recostó incómodo contra su silla de madera. La taberna bullía de actividad y ríos de cerveza caían sin control de las jarras y pintas que un posadero regordete servía esgrimiendo una sonrisa de autosuficiencia. El humo se elevaba por el aire de la taberna como si tuviera vida propia, y el aroma del vino y la cerveza se mezclaba con el de las generosas raciones de carne que una mesa repleta de enanos devoraban sin contemplación. Viejos y ancianos por igual se reunían en círculos improvisados para escuchar historias que hablaban de dragones plateados y princesas de belleza arrebatadora. Aquellos que menos primaveras habían visto pasar frente a sus ojos, se dejaban caer contra el suelo o bien sobre los gastados taburetes para escuchar aquellos relatos que los sacaban de su cruel existencia y los trasladaban por unos minutos a lugares en donde podían sentirse como príncipes apuestos y valientes que atravesaban las gargantas de los dragones enarbolando palabras de amor o gloria infinita. Los ancianos se recreaban narrando aquellos dramas que conocían desde que tenían memoria y disfrutaban dejando que los ovacionaran o los aplaudieran como si se encontrasen en el centro de un escenario interpretando una comedia.

Tristan volvió a coger la pipa entre las manos y siguió en silencio escuchando la media docena de historias que le llegaban flotando hasta sus oídos. Él sabía que las aventuras épicas no eran más que droga que el pueblo consumía diariamente para alejarse de la cruda realidad. Hambre, miedo, dolor, pena... no eran más que fantasmas invisibles que desaparecían en cuanto algún anciano se presentaba en una taberna y comenzaba a narrar las antiguas aventuras de Fenriar el osado o de Ragadvar el apuesto. Pero las palabras se las llevaba el viento, o eso le habían dicho desde siempre, y cuando cada uno de aquellos jóvenes incrédulos regresaba a sus casas volvían a hundirse en la miseria del día a día. En la mayoría de los casos, aquellas historias tenían su origen en guerreros borrachos con lengua demasiado rápida. Los dragones solían ser borrachos asesinados por haberse metido con quien no debían, y las famosas princesas de belleza infinita acostumbraban a tener más arrugas que otra cosa. Las fantasías no existían, tan sólo historias graciosas que tras el paso del tiempo se convertían en ruedas que corrían ladera abajo exagerándose cada vez más y convirtiendo al patán de los patanes en un héroe que las generaciones futuras no olvidarían jamás.

Él era general, y sabía que los verdaderos héroes estaban en el duro suelo de los campos de batalla luchando contra bestias de nombre impronunciable y dando su vida por sus hermanos de batalla o simplemente por aquellos a los que habían jurado lealtad. Muchos buscaban la gloria y todos ansiaban la fama, pero lo único que encontraban cuando alzaban sus espadas y miraban a su enemigo a los ojos, era un miedo tan intenso y cruel que destruía sus almas inocentes y la arrojaba a un pozo de pesadillas y temor del que nunca lograrían escapar. Ya habían pasado más de diez años desde su primera batalla y aún veía en sueños los ojos de sus amigos y enemigos observándolo desde el más allá y hablándole en lenguas que no conocía o no quería conocer. Cada vez que el sueño lo arrastraba a lugares que creía olvidados o a batallas hundidas en lo más recóndito de su memoria, escalaba hasta el tejado de su casa y rezaba a los dioses por el día en el que dejara de pagar por haber defendido su nación y haber cometido el error de lanzarse a la batalla en pos de ideales que nunca había comprendido. Aquel era el castigo para los que tenían la fortuna de sobrevivir a años de batallas y de sangre: El eterno dolor. Las heridas cicatrizaban rápido, y los golpes y moratones eran compañeros de viaje que permanecían unos pocos días o semanas. Pero las heridas del alma, aquellas no tenían cura posible y desde el momento en el que se hacían, uno sabía que tendría que convivir con ellas hasta el día en el que yaciera en su plácido lecho de muerte.

Pero Tristan no reprochaba a aquellos jóvenes que se arrojaran a los brazos de ancianos traicioneros en busca de palabras mágicas. Los tiempos eran duros en la capital e incluso él temía a aquellos días que traían vientos de cambio... demasiados cambios. Todo había sucedido tan rápido que había logrado sumir al general en un estado de alerta permanente. Y es que, desde aquel banquete celebrado una semana atrás, nada había sido lo mismo. Su vida, al igual que la de todos los habitantes de Heren, había dado un giro brutal del que tardaría años en recuperarse. La luz que había brillado durante el gobierno de Eiadar, se había extinguido en un mar de dudas y conjeturas a cada cual más turbia y confusa. Había estado presente la noche en la que el emperador cayó en el centro del comedor mientras se dirigía a su propio hijo. Había escuchado sus palabras repletas de orgullo por la patria que tanto amaba y al igual que todos, se había horrorizado con la imagen de su espantosa muerte. Envenenado... aquello había dicho Gladvack a la mañana siguiente cuando salió al balcón del palacio para dirigirse a su pueblo anunciándose como el primer emperador de la nueva familia. Su propio hijo, ebrio de poder, había vertido unas simples gotas de veneno en la copa de vino y le había provocado la muerte dejándolo de esta forma como el único heredero vivo de la saga de los Atheldar. Aquello era lo que había dicho el antiguo conde de Dagnor y al no haber pruebas de lo contrario, todos los presentes agacharon la cabeza y corearon a voz en grito el nombre del nuevo mandatario. Él, como soldado que había jurado su cargo bajo la sagrada estatua del fénix y a los pies del mismísimo Eiadar cuando aún era un crío que apenas alzaba un palmo del suelo, debía obedecer y acatar todas las órdenes sin mostrar un mínimo atisbo de duda. Había sido elevado al cargo de general para preservar la seguridad y el orgullo de Heren, o eso le había dicho Eiadar en su día, y si para ello debía acatar las órdenes de un perfecto desconocido, tragaría el orgullo y lo haría. Pero en su fuero interno, allá en donde tan sólo residían sus anhelos y pensamientos más oscuros, no creía la versión de Victor Gladvack.

Había visto caer con sus propios ojos el cuerpo de Eiadar en medio de un centenar de personas que corrían y gritaban. Incluso había visto como William, el joven e inocente príncipe de Heren, se escabullía entre las mesas hasta una puerta cercana. Su huida había sido tan repentina e inesperada que al principio creyó a pies juntillas las palabras de Gladvack que hablaban sobre traición y asesinato a su propio padre. Pero ahora, los días habían pasado, los ánimos se habían calmado, y comenzaba a sospechar que aquello no era cierto. William apenas llegaba a la quincena, y por muy mezquino que pudiera ser, Tristan sabía que no había podido ser capaz de acabar con la vida de su propio padre. Además... ¿Porqué todo el mundo creía a pies juntillas lo que había dicho aquel conde de tierras lejanas? Su enemistad con Eiadar era archiconocida y en Magmar todos sabían que ansiaba el trono del emperador ¿Porqué nadie recordaba aquello? Para él era un sospechoso mucho más creíble que el mismísimo príncipe de Heren.

El general cerró el puño bajo la mesa y miró alrededor. Aquellas personas parecían tener la inteligencia suficiente como para pensar por ellas mismas ¿Acaso no habían llegado a la misma conclusión que él? ¿De verdad eran tan inútiles para creer en las palabras de un hombre que su amado emperador había aborrecido y maldecido durante años? No quiso pensar en una nación en donde las palabras de un asesino eran comparadas con las de un dios. Conteniendo un gesto de rabia, agachó la cabeza ocultando su rostro bajo el canoso y largo cabello que lo protegía de miradas indiscretas. Era un soldado del imperio y si debía callar y obedecer las órdenes de un asesino, lo haría. No tenía familia que defender pero había luchado muchos años por el bienestar de su pueblo y si para evitar una masacre debía de mantener la boca cerrada, lo haría. Eiadar estaba muerto, aquello ya no tenía solución y tampoco podía demostrar la culpabilidad de Gladvack. Por otro lado, ya se había proclamado emperador y había jurado su cargo en una solemne ceremonia en la que había besado los pies del fénix dorado de la catedral ante la mirada del sumo sacerdote de la orden. Ahora que gobernaba todas las tierras libres de los hombres, no se podía abrir un juicio contra él. La inmunidad diplomática lo defendería por mucho que hubiese una oleada de pruebas contra él y Tristan prefería vérselas con una manada de leones hambrientos antes que alzarse contra el emperador.

Mientras tanto, la nueva política de la familia Gladvack, comenzaba a instaurarse en las calles de la capital. Los puestos y tiendas habían doblado el precio de sus artículos ante la presencia en la ciudad de viajeros de tierras lejanas que se habían trasladado hasta la capital para mostrar sus respetos al emperador fallecido. Los astutos comerciantes aprovechaban aquellos días para sacar el máximo provecho a sus artículos logrando venderlos a menudo por cantidades desorbitadas. Pero los problemas iban mucho más allá. Y es que, además del encarecimiento de los precios (algo a lo que el pueblo ya se había acostumbrado con cada cambio de emperador) Victor Gladvack había iniciado una oleada de cambios en las filas de su propio ejército. Con guerreros traídos directamente de sus dominios del norte, había sustituido a muchos de sus compañeros y en su lugar había colocado a hombres de rubio cabello y mirada azulada que tenían la irritante costumbre de mirarlo por encima del hombre y dirigirse a él como si no fuera el máximo representante de las tropas de Magmar. En cualquier otro momento, se hubiera negado en redondo a aceptar cambios en sus tropas, pero estos venían abalados por la firma del propio emperador y él era la única persona que estaba por encima de él en asuntos militares. El general era un hombre orgulloso y si se hubiera tratado de Eiadar, no habría dudado en ir hasta su presencia para discutir aquellas decisiones con él en persona. Pero su sentido común le decía que aquel nuevo emperador podía traerle problemas si se enfrentaba a él y por el momento prefería mantenerse en la sombra y esperar a que las aguas volvieran a su cauce. Aunque, como había temido, los recién llegados, habían traído consigo una importante cantidad de problemas. En más de una ocasión había sorprendido a aquellos hombres tan silenciosos como manipuladores, chantajeando a los vendedores locales y amenazándolos con la orca si no pagaban una serie de impuestos carísimos que iban inventando sobre la marcha. Así mismo, también había encerrado a un par de ellos por intentar abordar a un grupo de jóvenes casadas en un callejón. Cada vez que cosas así sucedían, ordenaba que aquellos hombres fueran azotados y firmaba la orden con su propio puño y letra. Misteriosamente, aquellas ordenes acostumbraban a extraviarse por el camino o acababan en manos de carceleros demasiado sobornados como para acatarlas.

Tristan, dando un golpe de autoridad, había reunido a sus hombres de confianza (aquellos que aún no habían sido sustituidos) y se había alejado del consejo militar de Magmar, formando su propio consejo privado en donde tan sólo había cabida para los verdaderos amigos. Aquellos con los que había sangrado y luchado durante muchas primaveras y a los que conocía como la palma de su mano. Todos juntos, dictaban las nuevas normas del ejército que iban dirigidas a los hombres pertenecientes a órdenes en las que las codiciosas manos de Gladvack aún no se habían mezclado. De esta manera, había logrado dividir el poder de la capital en dos y había formado un nutrido grupo de soldados que acataban sus mandatos sin rechistar y que no se dejaban manipular por el reluciente oro que el nuevo emperador había traído desde el norte. Pero... ¿Qué ocurriría cuando se le pidieran explicaciones por aquellas decisiones que había tomado a espaldas del emperador? ¿Qué haría cuando sus propios hombres cayeran bajo las codiciosas garras del dinero de Gladvack? ¿Iniciaría entonces una refriega entre sus hombres y los del emperador? ¿Haría verter sangre en las calles para purgar al ejército de la codicia y la sinrazón? El oro de Victor parecía no agotarse nunca y Tristan sabía que por muy alto que un hombre jurase su cargo, siempre había un precio con el que se doblegaría. De su propio padre siempre había oído que el dinero era el arma más peligrosa para cualquier hombre. Una montaña de relucientes monedas podía oscurecer con su brillo el corazón del más bondadoso convirtiéndolo en una criatura pérfida y egoísta cuyo único dios en aquel mundo sería el de la codicia y el poder. La amistad, el honor o el deber, se convertían en palabras vagas y transparentes cuando el dinero gobernaba la mente de los hombres.

Drag-tag... aquel hombre había sido su únco apoyo cuando la oscuridad de la sinrazón lo había rodeado. Primer oficial del ejército de Magmar en los tiempos de Eiadar, había sido relegado de su cargo sin explicación alguna cuando Gladvack ocupó el trono. En su lugar habían colocado a un hombre del norte cuyo nombre no recordaba en aquel momento y que parecía más estúpido con cada decisión que tomaba. Cuando Tristan nombró un segundo consejo, fue a la puerta de su casa y encontró a Drag-Tar tirado en el salón agarrando una botella de vino. Sus ropas estaban hechas jirones y dos profundas y oscuras ojeras caían por su rostro asemejándolo a un cadáver en descomposición. Con mucho cuidado, el general lo llevó hasta su propia casa y allí lo atendió hasta que se hubo recuperado. Tristan conocía aquella sensación de abandono que rodeaba a un soldado el día que era expulsado de su cargo. Para un hombre que vivía defendiendo a su patria espada en mano, la batalla era el aire que necesitaba respirar para seguir viviendo y la sangre era el aroma que necesitaba respirar para que sus sentidos siguieran activos. Cualquier hombre sensato hubiese dicho que entristecerse por no poder seguir matando, era algo tan ilógico como cruel. Pero Tristan lo comprendía. A sus sesenta años, Drag-Tar se había alzado como uno de los hombres más sabios en el campo de la lucha y Eiadar había hablado a menudo de él como uno de los mejores estrategas que Heren había tenido el orgullo de conocer. Nadie podía reprocharle nada y las largas y gloriosas batallas que había ganado mientras alzaba en alto su espada, eran pequeñas y brillantes medallas que aquel oficial había ido colgándose durante sus cuarenta años de servicio militar. La espada era su vida, lo había dado absolutamente todo por ella y había abandonado a su familia y a sus amigos por entregarse en cuerpo y alma a una vocación que se había convertido en su razón de ser. Cada día que vivía, era por Heren, cada grito que lanzaba al cielo era para bendecir su causa y cada noche que dormía con el cielo como único refugio, era para proteger su patria. Cuando el nuevo emperador, emborrachado por la codicia y el orgullo de su cargo, expulsó Drag-Tar de su cargo. No sólo lo privó de un oficio, sino de toda su vida. Aniquilo su espíritu del mismo modo que el alma de una madre moría al ver a sus hijos caer en el frío barro de la batalla. Sin la lucha, ya no era nada, tan sólo un anciano viejo y gastado cuyo único anhelo era ahogarse en alcohol con la esperanza de que la oscura mano de la muerte se cerniese cuanto antes sobre su cabeza.

Aún podía recordar con todo lujo de detalles la cara que había puesto el día que le dijo que lo aceptaba como miembro honorífico de su nuevo consejo militar. Adormilado en el lecho de la cama que aún conservaba en el desván, Drag Tar dio semejante salto que estuvo a punto de golpearse la cabeza contra el techo de madera. Tristan sintió en sus carnes el sentido abrazo que el viejo oficial le regaló y en él pudo sentir el júbilo de un hombre que había descendido a los infiernos y había vuelto para convertirse en el guerrero más feliz de cuantos había en la capital. Y es que, al recuperar su espada y su cargo, Drag- Tar pudo agradecer a los dioses que le devolvieran su alma. Con aquel poderoso aliado a su lado, el nuevo consejo pudo ver como las fuerzas se igualaban en aquel tenso silencio que rodeaba a las dos fuerzas.

Durante los próximos días, Magmar observó con atención a aquellas dos burbujas que iban creciendo retándose la una a la otra esperando al momento adecuado para explotar. Y es que, por mucho que Tristan se esforzara por evitarlo, era inevitable ver como los dos frentes militares iban creciendo y fortaleciéndose en las calles de la capital. Él mismo había iniciado todo aquello alejándose del emperador y formando un consejo con sus propios hombres de confianza. El poder estaba dividido en Magmar, y aquello era tan inevitable como intentar que el agua no se escurra entre los dedos y caiga sin remedio al suelo. Había dividido a Magmar en dos renegando de los nuevos hombres que ahora patrullaban por sus calles y había dado la espalda al nuevo emperador. Pero aún no había sido expulsado.

Tristan no era tan estúpido como para poner en peligro su cargo y en ningún momento había desobedecido ninguna orden directa de Victor Gladvack. Lo único que había hecho era obrar acorde a una serie de decisiones que su posición como general de las tropas de Magmar le autorizaba a realizar. Hasta la fecha, el emperador (que era el único con autoridad para deshabilitar una orden suya) se había desentendido de cualquier cosa que hiciera su general y no se había pronunciado ni a favor ni en contra de sus decisiones. Es más, ni siquiera le había dirigido la palabra y aunque Tristan estaba seguro de que no le había hecho mucha gracia separarse de sus hombres, el emperador no había dado señales de vida. Todo aquello le hacía sentirse sumamente inquieto. No sabía a que podía estar esperando para hablar con él y aunque no le sorprendería el ser expulsado en cualquier momento del ejército, de momento Victor se mantenía en la oscuridad y seguridad de su palacio... esperando. Tristán se puso en pie y tras pagar al tabernero, abandono el local dejando que los aromas de la tarde le hiciesen olvidar sus preocupaciones. No sería él el que se acercara a hablar con el nuevo mandatario de Heren y mientras tomara su decisión, se mantendría alerta.



En una noche cubierta de estrellas, el general caminaba por una calle solitaria en la que las únicas protagonistas eran las luces que parpadeaban temblorosas a lo largo de la oscuridad. Bajo ellas caminaba el orgulloso general, disfrutando de la satisfacción del trabajo bien hecho. No temía a la soledad ni a los rincones que las farolas dejaban sin iluminar. Su caminar era un leve repiqueteo de metales que rasgaba el silencio abriéndose paso por una ciudad que a aquellas horas se asemejaba con un gigante dormido que esperaba a las primeras horas del alba para despertar. Cuando los gatos negros aún podían saltar por los adoquines sin ser temidos, Tristan regresaba a su casa vacía con la esperanza de poder disfrutar de la compañía de la hoguera y el calor indiferente de sus llamas. Entendía el dolor de Drag-Tar al ser expulsado del ejército. Entendía su dolor como si él mismo lo tuviese alojado en alguna rincón de su corazón. La soledad del soldado. Algo tan obvio y cruel que podía destruir la mente del más débil sin contemplación alguna. Cuando los enemigos morían en los campos y las bestias de los bosques se retiraban allí a donde tan sólo habitaban las sombras, los hombres debían regresar al hogar. Un hogar en donde no había espacio para la amistad o el amor y en donde lo único que aguardaba al cansado viajero era era el dolor de verse rodeado de la penumbra de la soledad sin una mano a la que agarrarse en la cama ni una voz amiga que escuchara sus historias. Aquel era el terrible precio que debían pagar por defender lo que más amaban, al igual que los clérigos entregaban su corazón a dios y olvidaban el calor del mundo terrenal, todo aquel que tuviera el infinito orgullo de considerarse un soldado, debía hermanarse con la batalla y aceptarla como su única compañera de un viaje que terminaba demasiadas veces en la muerte. La espada era una amante exigente y si uno no le prestaba la atención que merecía dedicándole horas de entrenamiento y esfuerzo, lo más probable es que en pocos días su piel besara la dura tierra para no alzarse nunca más. Entregarse al filo de la hoja y al tacto del mango y la vaina, exigía decir adiós a conocer sensaciones y sentimientos que sólo los hombres más débiles tenían el privilegio de conocer. La fuerza exigía sacrificio, el talento requería soledad y el poder tan sólo se lograba con tiempo. Un tiempo ue privaba a los guerreros de poder disfrutar de la vida que otros presumían.

Tristan abandonó una calle repleta de puestos a medio montar y barriles de madera gastada, y su figura se perdió en la oscuridad de un callejón que se perdía entre dos edificios de tamaño considerable. La pálida luz de la luna de otoño apenas lograba filtrarse entre las paredes y su blanquecino resplandor era tan sólo un débil brillo que moría en los tejados construidos a muchos metros por encima de su cabeza. Arrebujándose sobre su roja como la sangre, el soldado suspiró agotado. No se arrepentía de la vida que había escogido, al igual que todos sus hermanos de batalla. Puede que muchos se sorprendieran al oírle decir de sus propios labios que la profesión de soldado era la mejor que podía haber escogido. Y los compadecía. Pero él sabía porqué lo hacía. Él sabía porque dedicaba cada segundo de su vida a velar por los sueños de hombres que no conocía ni quería conocer. Algunos clamarían al cielo invocando a la gloria y al honor, pero en su más hondo y sincero ser, sabía que existía otra razón. Palabras como el deber eran sólo escudos bajo los que hombres ineptos se escondían a la espera de que les llegara el fin. Aquellas palabras adornadas de oro, se convertían en polvo cuando un hombre empuñaba su espada y miraba a su enemigo a los ojos. Tristan tan sólo veía reflejado en ellos el dolor que podían causar si su corazón negro y codicioso entraba en la capital y en esos segundos de duda y temor, una llama se encendía en algún punto perdido de su cuerpo y le decía que era el único muro que separaba a Magmar y a Heren de la destrucción. En ese momento, se convertía en la fina cuerda que ataba los dos extremos del mundo y los protegía del vacío que se abría a sus pies. Era en esos instantes, cuando el corazón de los guerreros saltaba lanzando fuego y cuando las espadas silbaban furiosas, era en aquellas diminutas fracciones de segundo cuando los soldados entendían que no eran espadas, sino escudos. Escudos de carne y hueso que se levantaban orgullosos junto al estandarte de su nación y frente a los muros de su ciudad y expulsaban a bestias sin nombre con el único propósito de seguir con vida. El sabía que algunos lo llamarían orgullo, pero era algo más... algo mucho más sincero.

De pronto Tristan se detuvo azorado. Frente a él, en la oscuridad, a apenas varios metros de distancia, una figura se recostaba temblorosa contra un rincón. Instintivamente apretó el paso y el ruido de sus botas resonó en el angosto callejón. Cada paso que daba lo acercaba más a aquella mancha difusa en las tinieblas y cuando llegó junto a aquel pobre desgraciado, su corazón dio un brinco al reconocer el rostro de Drag-Tar. Su rostro volvía a estar al borde del colapso aunque en aquella ocasión se horrorizó al comprobar que no tenía ojeras bajo la mirada y que en su lugar había una herida que sangraba profusamente de su mejilla derecha. La boca permanecía abierta en gesto hosco y sin necesidad de tocarle, supo que la mandíbula estaba rota. Su amigo respiraba agitadamente por el dolor y sus ojos permanecían abiertos de par en par fijos en algún punto entre el hombro de su amigo y la pared que había tras él. Nervioso y muy contrariado, Tristan pasó una mano frente a los ojos de su amigo y al ver que estos no se movían ni un ápice, supo que de alguna manera, se había quedado ciego. Los brazos caían sin vida sobre la fría roca y Tristan supo que Drag-Tar no se había percatado de su presencia en ningún momento. Tras unos segundos que se hicieron eternos, quiso hablar y decirle algo a su amigo que ya estaba allí y que no debía seguir sufriendo. Pero sin previo aviso, ya antes de que pudiera reaccionar, la oscuridad cayó sobre ellos y el guerrero supo, que no estaban solos.

Siete sombras de idéntico tamaño se irguieron a su espalda y antes de que pudiera dar la voz de alarma, unas manos lo agarraron y encadenaron. En ningún momento pudo ver el rostro de sus agresores y antes de que pudiera siquiera pensar en un plan de huida, sus brazos estaban inmóviles y sus piernas inutilizadas gracias a unas gruesas cadenas de hierro que parecían haber surgido de la propia oscuridad que lo rodeaba y aprisionaba como si tuviera vida propia. Su cara se encontró abrazando el frío suelo de piedra y exhaló un débil gemido de dolor cuando las ataduras se cerraron tras él. Después, cuando su campo de visión se redujo a la pequeña parcela de suelo que había albergado su caída, Tristan habló y lo hizo sin saber muy bien a quién debía dirigirse.

-!Soltadme! -exigió- !No sabéis lo que estáis haciendo!

Al principio, de las tinieblas tan sólo llegó un silencio largo y prolongado. Pero antes de que el general pudiera volver a alzar su voz al viento, una bota surgió de la oscuridad y le golpeó violentamente la cabeza. Atrapado como estaba, no pudo hacer nada para evitar la patada, y lo único que quedó tras ella fue su orgullo y la determinación que tenía por no dar muestras de dolor ante aquellos miserables que se refugiaban al amparo de la oscuridad. Aturdido y asustado, se encogió todo lo que pudo contra un rincón y trató de ponerse en pie mientras notaba como un débil hilo de sangre corría por detrás de su oreja y caía hasta sus hombros. La vista se le había enrojecido sensiblemente y rezó para que no fuese nada grave. Fue entonces cuando de las tineblas, tal vez motivada por los patéticos intentos de Tristan por ponerse en pie, brotó una ronca carcajada de la oscuridad.

-Sabemos quién eres general. Llevamos siguiéndote más tiempo del que crees y tus hazañas se cuentan en las tabernas de Dagnor desde que tengo memoria. Lo que jamás llegamos a imaginar fue que no era más que una rata cobarde muy diferente al gran hombre hecho de fuego y acero que rezaban las leyendas.

Tristan esbozó un gesto de incomodidad. Dagnor... la fortaleza del norte levantada en tiempos pasados y gobernada por la familia Gladvack. Si aquel hombre, o lo que fuese aquel al que se dirigía, procedía de allí, ya sabía quién había comandado el ataque que en aquellos momentos lo retenía en la oscuridad.

-Victor...

Una segunda carcajada volvió a preceder a la voz del desconocido.

-No, no soy Victor. Puede que tu cargo te autorice a pavonearte por el palacio imperial como si fueras el único gobernante de la capital. Pero nuestro conde no te considera tan digno como para bajar él en persona a encargarse de ti. Para eso, ya nos tiene a nosotros.

-Osea que este es el estilo del norte. Atacar por la espalda a un hombre desarmado en medio de la noche. Había oído maldiciones sobre vosotros y siempre me había negado a creerlas pero está claro que en vuestras tierras se cría la maldad en cantidades peligrosas. Si no habéis crecido sabiendo lo que es el honor, no sois dignos de darme muerte.

-No te escudes en tus altruismos Tristan. Esto no es una cuestión de honor, considéralo más bien un feo asunto de negocios en el que has metido las narices. No deberías haberlo hecho y ahora estás pagando las consecuencias. Además, sé de sobra que no vas desarmado, pues incluso tras esta oscuridad puedo ver el brillo del mango de Maether.

Lentamente, el general agachó la cabeza y vio el brillo inconfundible de su espada saludándole desde las tinieblas que los separaban. Incluso en aquella situación, pudo regocijarse del orgullo que sentía cada vez que los vientos de la batalla lo empujaban a blandir a Maether bajo los rojizos fuegos de la batalla. Oleadas de rugidos enfervorizados acompañaban a las cargas que aquella espada protagonizaba y todo aquel que cabalgase a su lado, podía sentir la fuerza de veinte gigantes recorriéndole las venas. Forjada por herreros enanos en tiempos inmemoriales, cuando las estrellas eran aún quimeras de un futuro distante, llevaba inscritas en su filo plateado palabras que hablaban de valor y templanza. Su brillo azulado recordaba a las cumbres de las lejanas montañas de Glombath y cada vez que su amo la hundía en el frío del hielo y la nieve, brillaba dominada por el poder de las runas que le habían conferido el poder. Cada estocada de aquella maravilla, podía arrebatar la vida de un hombre antes de que este pudiera percatarse de lo que había sucedido y cada golpe era capaz de hacer temblar la tierra a su alrededor. Tristan entendía que aquellos miserables escogieran atacarle bajo la seguridad de la noche, cuando Maether dormía plácidamente en su vaina de cuero y nada podía alterarla.

-Cabrones... hice bien en repudiaros cuando tuve ocasión. Los hombres de Gladvack no sois más que una maldición que enferma y daña a esta ciudad. Los hombres del consejo os encontrarán y aniquilarán antes de que podáis siquiera defenderos. Desearéis que esto nunca haya ocurrido y sólo espero que sean lo suficientemente sensatos como para llevarse a vuestro apestoso conde con vosotros.

-Amenazas... amenazas... !Es muy fácil utilizarlas cuando uno sabe que la muerte está a punto de recibirte en su negro salón! Pero todos esos canallas que osaron dar la espalda a nuestro conde van a pagar con creces su osadía. El nuevo emperador tiene planes muy especiales y confía en nosotros para destruir a toda la chusma que camina por su ciudad creyéndose alguien. Los Neiar están a punto de llegar y para entonces hemos de expulsar de este mundo a todo aquel que no se arrodille por voluntad propia ante nuestro emperador.

Mientras hablaba, Tristan había logrado ponerse en pie y se mantenía dolorido y apoyado contra la pared sin dejar de otear la oscuridad que lo separaba de aquella ronca y orgullosa voz.

-Pues no cuentes conmigo ni con ninguno de mis hombres-dijo- El oro de tu conde no nos impresiona y no nos arrodillaremos ante nadie que no sea el verdadero heredero al trono de Heren. El consejo permanece fiel de corazón a los Atheldar y cualquier intento por vuestra parte de impedirlo acabará en sangre y acero.

-William Atheldar es un asesino -replicó la voz en un susurro apenas audible- ahora mismo está siendo perseguido por todos los hombres fieles al conde y muy pronto encontrará la muerte en algún sendero lejano en donde no podáis ayudarle. La sangre de Eiadar morirá con él y comenzará un nuevo reinado en el que Victor Gladvack será el mayor emperador de la historia del continente. Todos los que osen enfrentarse a él acabarán como tu amigo y cuando su labor esté completa ya no habrá sitio en este mundo para los débiles y los ignorantes.

-!Que los demonios se lleven tus palabras! -rugió Tristan- !Cada uno de mis hombres ha dedicado toda su vida a levantar esta ciudad y este imperio! !Hemos dado nuestra palabra de que defenderemos a los inocentes y escudaremos a los débiles bajo nuestras armas y nuestro coraje! !No dejaremos que Heren ceda a la codicia y la oscuridad de un sólo hombre!

Por el rabillo del ojo, Tristan alcanzó a ver como una sombra se movía fuera del circulo y dibujaba pequeños pasos hacia las tinieblas que se abrían frente a él. Decidido a no dejarse amedrentar pos la situación, siguió hablando.

-Habéis asesinado al mejor emperador que Heren ha conocido jamás. De su mano logramos salir de la gran crisis que apunto estuvo de hundir al país en la miseria y junto a sus consejos logramos escapar de la peste negra que brotó en nuestras calles y se llevo a cientos de nuestros camaradas. Su hijo está destinado a convertirse en el heredero que devolverá a Heren al lugar que se merece y no dejaremos que el ansia de poder de un pobre desgraciado nos devuelva al abismo del que un día surgimos. Puede que me matéis a mí, y a Drag-Tar, pero no lograréis privar al pueblo de la verdad. Su verdad, esa que es auténtica e irreemplazable y que servirá para que todos vosotros seáis castigados por los crímenes que habéis cometido. Arderéis en miles de hogueras bajo el sol del alba y cuando sólo queden vuestros huesos, se harán túmulos de tierra negra como el carbón en los que rezaremos para que los dioses del averno se traguen todo lo que en su día tuvieron el valor de crear.

Aquellas palabras fueron recibidas con un silencio sepulcral que cayó sobre el callejón. Durante unos breves y gloriosos segundos, Tristan creyó haber dado con la formula ideal que amedrentara a aquellos canallas sin corazón. Pero tan pronto como la calma había brotado en la oscuridad, esta se rompió con una larga carcajada que atravesó el corazón del general.

-Hablas demasiado y acusas sin razón . Todos vimos a Eiadar caer en medio del banquete cuando nuestro conde, en su infinita sabiduría, quiso firmar la paz con él. Y todos vimos al heredero huir como un trueno en la noche a lomos de un corcel. Sólo por las injurias que has levantado contra tu emperador podríamos colgarte de la torre del palacio para que todos vieran cual es el precio que se ha de pagar cuando uno osa interponerse en los planes de la familia Gladvack.

Tristan se sacudió sobre sí mismo tratando de zafarse de aquellas cadenas de hierro que se aferraban a sus muñecas y a sus tobillos. Cada segundo que pasaba en la oscuridad, notaba como sus manos y pies se inchaban a una velocidad alarmante.

-Es muy fácil defender una mentira cuando se habla con un hombre indefenso. Pero incluso en la penumbra, puedo ver la mentira reflejada en vuestros ojos. Es la misma mirada que las bestias de los bosques y los trasgos ponen cuando tratan de engañar a los viajeros para que se extravíen por sus dominios. La misma que las aves rapaces dibujan en su rostro antes de abalanzarse contra su víctima.

De pronto Tristan sintió una oleada de calor recorriéndole el cuerpo. Una de sus manos había logrado zafarse de aquellas esposas de hierro gastado y ahora tanteaban la cerradura de la segunda atadura como si tuvieran vida propia.

-Esta bien tú ganas general -dijo de pronto el hombre de la oscuridad aparentemente ajeno al débil rayo de esperanza que se había dibujado en la mirada de su presa- nosotros matamos a Eiadar. Lo hicimos con la ayuda de alguien que no conoces ni desearías conocer y las razones para hacerlos son nuestras y únicamente nuestras. Cometimos el mayor crimen de la historia de la humanidad y ni siquiera os habéis dado cuenta. Vuestra estupidez es tan grande que os ha impedido ver en todo momento la verdad y ahora no podéis hacer nada para evitarlo. Llámanos malvados si quieres pero nuestros actos se guían por razones que van más allá del mal en sí mismo. No te aburriré con los detalles de nuestro plan pues tampoco te considero digno de escucharlos pero ahora quiero que me respondas a una pregunta.

Tristan tragó saliva mientras lograba soltar la segunda cerradura y guardaba lentamente el tornillo en su bolsillo para evitar que este hiciese ruido al caer al suelo. Como si nada hubiese ocurrido, mantuvo las manos tras la espalda y se apoyó contra la pared escuchando la confesión de aquel canalla.

-¿Qué piensas hacer ahora que sabes la verdad? La muerte te espera a la vuelta de la esquina y no hay nadie que pueda ayudarte. Ademas, tantos da ocho como ochenta, los aniquilaremos a todos los que se opongan a nosotros como ha ocurrido con tu amigo.

Tristan observó por el rabillo del ojo a Drag-Tar y comprobó que este había dejado de temblar. O había perdido el conocimiento a causa de la conmoción, o...

Fueron las puntas de sus dedos las primeras en recibir una oleada de furia que se extendió por todo su cuerpo hirviéndole la sangre y provocando que el general se llevase una mano al mango de Maether antes de que lo hubiera deseado Pero aquel guardia, o quienquiera que fuese, no se dio cuenta. Tal vez no fuese tan inteligente y avispado como presumía.

-Eres un pobre iluso y un desgraciado -le contestó Tristan- pero debes saber que la sangre de los Atheldar no podrá ser extinguida tan fácilmente. Aunque todos sus herederos sean asesinados, su espíritu seguirá vivo en nuestros corazones y todos los que defendemos su legado alzaremos la espada hasta el fin de nuestros días. Somos muchos, demasiados los que velamos por el bienestar de nuestro pueblo y no dudaremos ni un segundo en levantar nuestras armas contra las sombras de la codicia y la maldad.

-Bonito discurso -se mofó la voz desde algún punto frente a él- sólo te falta una espada para poder vengarte.

Tristan sonrió en la oscuridad mientras jugueteaba con los dedos en el acero.

-Deseo concedido -dijo.

Sin dar tiempo para reaccionar, desenvainó rápidamente la espada y el brillo azulado de Maether inundó el callejón. Junto a la pared contraria, siete sombras se agazaparon tratando de huir a la penumbra que desaparecía. Al general se le rebelaron hombres vestidos con las armaduras de Dagnor de la que colgaban medallas y símbolos de las tierras y ciudades del norte. Largos cabellos rubios se mezclaban con barbas enmarañadas que cubrían unos rostros blancos como la leche. Unos ojos azules lo miraban temerosos desde la distancia y antes de que ninguno de ellos pudiera reaccionar, Tristan atacó.

El acero de la espada silbó furioso y un aullido de dolor rasgó la noche cuando se hundió en la carne del primer desgraciado. Su negra capa salió volando y antes de que sus ojos se cerrasen, Tristan vio en ellos el horror y el miedo a la muerte de la que tanto les había oído presumir. Pero antes de que pudiera regocijarse de su triunfo, seis sombras más se abalanzaron sobre él desde todas las direcciones y se lanzó al suelo por el que rodó rápidamente esquivando el ataque. Quiso ponerse en pie para encararse con sus enemigos pero antes de que pudiera clavar una rodilla en el suelo, una figura se abalanzó sobre él.

Ambos rodaron por el suelo perdiéndose en la inmensidad del callejón. A su paso, los trastos que había en las esquinas resonaban creando ecos interminables que se extendían hasta la lejanía. Tras varios segundos de confusión en los que se golpeó varias veces la cabeza contra el suelo, logró ponerse en pie y bajo él quedó el cuerpo de un hombre magullado que respiraba entrecortadamente con Maether atravesándolo de lado a lado. Esta se había clavado en su pecho cuando aquel insensato se había lanzado sobre él tras recuperarla y Tristan agradeció aquellos reflejos prodigiosos que tanto le habían ayudado en la guerra. Si no hubiera sido por ese golpe de suerte, tal vez en aquellos momentos estaría muerto o al menos a merced de aquellos maníacos que no dudaban en lanzarse sobre su cuello sin pensar en las consecuencias.

Lentamente, se agazapó en la penumbra y se escondió tras un barril de madera. Guardó a su fiel espada en la vaina y la oscuridad volvió a apoderarse del callejón.

-Dos menos -susurró Tristan.

Frente a él podía escuchar ahora los gritos de cinco hombres que luchaban por encontrar a su enemigo en la oscuridad. Silbidos de espada le llegaban entrecortados por voces asustadas que se llamaban unas a otras y gritaban histéricas. De pronto se sintió como un gato que había logrado arrinconar a un grupo de sabrosos ratones.

-Sólo queda cerrar la trampa -se dijo para sí mismo.

Fue entonces cuando, sin un plan concretó, salió de su escondite y enarbolando a Maether dejó que la oscuridad se lo tragase. Un aluvión de espadas lo recibió más allá del negro telón, y cualquier otro hombre, habría perdido la vida de cinco formas distintas si no se llamase Tristan Galayar. A una velocidad inhumana, el general fue esquivando uno a uno cada ridículo ataque que le lanzaban. Aquí y allá evitaba con posturas increíbles los silbidos de acero que le llegaban desde la penumbra y de cuando en cuando Maether lanzaba su azulado brillo hacia la oscuridad. Los ataques de Tristan eran escasos pero certeros y cada vez que su fiel espada bailaba, rojas manchas de sangre chocaban contra las paredes y alaridos de dolor resonaban en las paredes. Como presa de un hechizo, luchaba sin pensar y cada uno de sus movimientos parecían ser dirigidos por algún extraño privilegiado que observaba aquella escena desde la penumbra. No necesitaba estudiar la situación ni un solo segundo y actuaba motivado por un instinto criado y entrenado en miles de batallas. Aquel hombre de apariencia sencilla, había dado muerte a ogros y gigantes por igual y se había convertido durante años en el látigo que castigaba las bestias de las montañas y los bosques. Estas habían convocado rituales y ejércitos enteros con el único fin de destruirlo, y no lo habían conseguido. Hordas enteras habían sucumbido bajo la furia de su espada y cinco canallas en un callejón no iban a poder derrotarlo.

Un minuto. Ese fue todo el tiempo que necesitó para clavar una rodilla en el suelo alrededor de siete cadáveres negros. La sangre cubría los cuerpos de las víctimas y cuando Tristan lanzó una estocada para sacudir las rojas manchas del acero, sintió una euforia descontrolada recorriéndole las venas. La euforia del guerrero. Aquella que lo impulsaba a la batalla y lo motivaba a alzarse cuando todos los demás se habían rendido. Cuando Maether brillaba orgullosa sobre sus rivales abatidos, cada centímetro de su cuerpo sentía la fuerza de mil dioses gritándole.

Guardó la espada en la vaina y permaneció en el centro del callejón contemplando su obra.

La Cacería Del Cuerno Blanco IV "A Los Pies De La Barca"


Perdido en el más absoluto de los silencios. Las manos de Eiadar palparon las briznas de hierba que crecían a su lado. Evitando pensar en lo que encontraría cuando la oscuridad se disipara, el emperador de Heren siguió tirado en algún lugar de ninguna parte, renunciando enfrentarse a lo desconocido. Los párpados le pesaban como las puertas de un castillo y lo único que su mente reflejaba en aquel momento, era una calma infinita y un miedo terrible a enfrentarse al mundo exterior. Fue entonces cuando descubrió que podía moverse otra vez.

Sintió que todas sus extremidades iban despertando lentamente de un letargo en el que llevaban demasiado tiempo inmersas. Al principio fueron los dedos de sus arrugadas manos los que respondieron a su llamada, y como presas de una alegría incalculable, danzaron acariciando el césped y las diminutas flores que Eiadar no veía. Después sus manos se unieron a aquellos lentos pero seguros movimientos. Al principio eran tan sólo espasmos casi imperceptibles, pero pronto podía alzarlos del suelo y agitarlos como había podido hacer tiempo atrás. Lentamente, el resto de su cuerpo fue acatando las órdenes que su dueño les enviaban, y para cuando quiso darse cuenta, se encontraba de pie, en medio de algún lugar sin nombre, con los ojos cerrados. Sabía que no permanecían inmóviles por obligación, pero no estaba seguro de si quería abrirlos. Si lo hacía, tendría que enfrentarse al mundo de su alrededor, y encontrase lo que encontrase, ya nunca más podría quedarse allí plantado viendo pasar las horas pasar. La tranquilidad y seguridad de aquella oscuridad ficticia lo envolvía como un abrigado manto negro y su alma se aferraba a él como los niños a la cama por las mañanas. Presentía en su interior que si dejaba que aquel lugar se colara en su mente, una piedra caería sobre la pacifica laguna de su interior, formando olas inmensas y desbordando el agua hacia horizontes desconocidos a los que no quería mirar.

De repente, una llama paso rugiendo en la penumbra y Eiadar abrió los ojos sobresaltado.

Unas gigantescas nubes pintadas con un púrpura casi irreal, cruzaban los cielos silenciosas cubriendo hasta el último fragmento. Su mirada se perdió en la inmensidad de la lontananza y sus ojos recorrieron el océano que tenían delante. No había olas que rompieran contra la orilla, y al igual que su mente, todo permanecía en una calma absoluta en la que no había cabida para la duda o el temor. Estuviera donde estuviera, Eiadar sintió que allí el tiempo no existía y que todo lo que había a su alrededor vivía de un presente infinito tan imperturbable como las aguas de aquel mar de aguas oscuras. Desde el prado que coronaba aquella colina, recorrió toda la costa con la mirada y comprobó que la frontera que separaba la tierra del agua, era tan recta y precisa como si hubiese sido trazada con una regla. Hasta donde la tierra y el mar desaparecían en la lejanía, no eran más que dos frentes que se daban la mano y corrían juntos en paz y armonía sin olas que invadiesen la costa y sin cabos que atravesaran el mar como un cuchillo. Pronto comprobó que su anciano y gastado cabello no se mecía al son de ninguna brisa y que las briznas de hierba que servían de refugio a sus pies descalzos, permanecían impasibles como si nunca hubiesen sabido lo que era bailar bajo las órdenes del caprichoso viento.

Las agujas del reloj eran dos perfectas desconocidas en aquel oasis perdido en la inmensidad del mundo. En el más absoluto de los silencios, comprendió que la vida no era más que un conjunto de ideas que algún sabio con aires de grandeza nos había impuestos casi antes de nacer. Empujado por alguna fuerza que hasta entonces había permanecido dormida en él, comprendió que todo cuanto había vivido hasta entonces carecía de sentido y que cada momento que había considerado importante, no era más que una excusa para dejar pasar el tiempo y esperar a que la marea de los tiempos lo arrastrara hasta aquella costa. Por eso, cuando sus rodillas se clavaron en el suelo y sus ojos palidecieron ante la inmensidad del océano, dio gracias a los dioses por que le hubiesen regalado aquella oportunidad de viajar a donde las horas y los días no eran más que palabras tan vagas como aquellas que hablaban sobre cosas pasadas y pérdidas en la memoria. Con cuidado, dejo que sus piernas se recostaran en aquel verde colchón de césped.... y esperó.

Espero... no supo si mucho o poco. No supo si fueron días o tan sólo unos segundos. Ni siquiera si había pasado un solo minuto desde que las llamas de su propia hoguera lo habían arrastrado a aquel lugar en donde por encima de todas las cosas, estaba sólo. No había peces que se movieran por las oscuras y tranquilas aguas, no había aves que surcaran los cielos desafiando al inexistente viento, no había insectos que corretearan entre la hierba ni abejas que recogieran el polen de las pocas flores que crecían. Pronto se encontró con la mente repleta de preguntas para las que no tenía respuestas. Las oscuras nubes se movían sin parar recorriendo la costa, y no había ni una sola brisa que las empujara, la débil vegetación se alzaba impasible junto a él, y no había sol ni luz lo suficientemente poderosa para que las guiara. No hacía ni frío ni calor pues la temperatura parecía mantenerse en aquel punto ideal en el que no resultaba un problema. Además, por mucho que esperara, el sueño no se lo llevaba y en ningún momento sintió el lógico deseo de comer o dormir. Ni siquiera de beber.

Mientras seguía registrando la pálida línea del horizonte, concluyó que aquellas eran leyes que respondían a un mundo al que ya no pertenecía. Cuando su alma atravesó la barrera de llamas y dolor, había viajado hasta aquella costa en donde los sueños se evaporaban en un mar de nubes púrpuras y en donde todo era tan simple, que se zafaba de la lógica como un niño travieso y desobediente. Su estomago no se quejaba por el hambre, su garganta y su boca no le pedían el dulce frescor del agua. Ya no era más que una estatua de carne y hueso postrada en la cima de aquella colina condenada a observar el horizonte en busca de una señal que lo guiase en aquel monótono e inquebrantable silencio.

Tras lo que creyó que fueron horas de espera. Eiadar se puso en pie y caminó colina abajo dejando que sus pies descalzos acariciaran la superficie de aquella fina capa de hierba. Mientras se dirigía con decisión hacia el punto exacto en donde el agua besaba la costa. Sus ojos siguieron el recorrido que su sombra hacia tras él y se percató con cierto pánico, que esta no era más que un vago y casi imperceptible compañero. El sol no era más que un protagonista ausente, cubierto bajo una masa de nubes de color anormal. Pronto llegó a pensar, que probablemente ni siquiera estuviese allí, y que aquella luz pálida no era más que un punto intermedio entre todos los que allí había. Y es que, el agua moría en el punto exacto donde nacía la tierra formando aquella perfecta línea que dividía los dos mundos. Entre el frío y el calor, entre la tierra y el mar, entre la noche y el día, entre la vida y....

Llegó junto al agua y se detuvo dejando las puntas de sus dedos a pocos centímetros del agua. Esta ni siquiera hizo el amago de acercarse a mojarlo. El movimiento del agua era nulo y pronto se le antojo como un gran espejo impasible cuyo único cometido era reflejar el cielo que se abría sobre él. Tal vez esa fuese la solución al misterio, tal vez no fuese agua, sino un simple espejo gigantesco perdido en la inmensidad del mundo. Sólo había una forma de comprobarlo.

Lentamente, extendió una mano y la hundió en el agua atravesando la superficie. Atónito, comprobó que su temperatura era la misma que la de todo lo que tenía alrededor. Ni frío ni calor. Tan sólo el húmedo contacto del líquido elemento con su piel le decía que su mano seguía allí dentro. No hubo hondas que se abrieran hacia el interior del mar y no cayeron gotas de su mano cuando se apresuro a sacarla del interior. Sorprendido comprobó que esta estaba tan seca como cuando la había introducido y el agua permanecía intacta. Si un ogro hubiese decidido bañarse y chapotear en ella, probablemente el resultado hubiese sido muy parecido. Se pregunto que ocurriría si decidía beberla...

Fue a juntar las manos para recoger un poco de aquella sustancia con las manos cuando de pronto, una luz brilló en el fondo y una nítida imagen se proyectó en la superficie. Eiadar vio entonces a su hijo cabalgando a una velocidad endemoniada por las tierras que el mismo había gobernado. La tierra y el polvo se levantaba a su paso y los pocos animales que había en el sendero se abrían al paso del príncipe. Le dio un vuelco el corazón cuando recordó a su hijo y cuando pensó en todo por lo que habría tenido que pasar aquellos días. Su imagen se amplió y Eiadar pudo ver sin problemas como su hijo se aferraba a la crin de su corcel con las pocas fuerzas que le quedaban. Fue en ese momento cuando comprendió su error y se lamentó por haber osado siquiera considerar aquella idea. La vida no era tan sólo un camino tortuoso que había que recorrer por obligación. Era el mayor tesoro que nadie podía recibir jamás. Como un cofre repleto de tesoros brillantes en el que cada segundo era un diamante o una corona de incalculable valor. Ya nunca nadie podría borrar la huella que había dejado en la vida de todos los ciudadanos de su amada nación y su propio hijo sería la prueba de que los Atheldar seguían con vida y que a pesar de estar casi extintos, su sangre seguía siendo la más poderosa de todas las que había en aquella basta tierra de poderosos soles y recelosas lunas. Ahora, sus cansados ojos de anciano permanecían fijos en la sombra del corcel que atravesaba raudo la llanura cortando el viento y perdiéndose más allá. Estuviera donde estuviera, Eiadar sabía que su hijo regresaría de las sombras y se alzaría con la fuerza de su familia rugiendo en sus entrañas. Si tuvo o no miedo no lo demostró, y cualquiera que hubiese estado junto a él en aquel abismo sin nombre, hubiese podido ver en su rostro una determinación y una seguridad tan sólo propias de alguien que había llevado las riendas de cientos de vidas durante años. William se sentaría en el trono del que él había sido expulsado y pronto el mundo conocería al gran hombre en el que iba a convertirse.

Arrodillado junto a la orilla, Eiadar quiso hundir de nuevo su mano en las aguas para poder acariciar la imagen de su hijo cabalgando. Pero en ese momento, una sombra creció sobre el agua y la imagen desapareció al ser eclipsada por una figura que oculto parcialmente el cielo. Sobresaltado, el emperador cayó sobre el suelo y lo primero que alcanzó a ver antes de levantarse, fue una imponente vela que desafiaba al inexistente viento colgando de un mástil de varios metros de altura. Apenas era una embarcación para media docena de personas, pero en medio de aquella costa desolada y aparentemente abandonada, a él se le antojo como un castillo flotante. Su casco permanecía completamente inmóvil y en ningún momento, mientras lo contemplaba atónito, lo vio balancearse lo más mínimo. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Había pasado tanto tiempo contemplando a su hijo que no se había percatado de su llegada? El tiempo en aquel lugar parecía ser una dama tan caprichosa como ausente y no era una locura afirmar que podía haberse pasado horas contemplando a William sin ni siquiera darse cuenta de ello.

Durante un minuto que se le antojó eterno (aunque pudo ser cien veces más o cien veces menos, sólo los dioses podían saberlo), Eiadar se puso en pie y vio como una rampa de madera caía desde la cubierta hasta tierra firme sin apenas hacer ruido. En cubierta asomó un hombre que inevitablemente despertó la curiosidad del emperador. Era al menos tan alto como él y su largo cabello canoso caía hasta sus hombros ocultando parcialmente unos ojos pintados con un místico azul pálido. A pesar de que aquellos atributos podrían haber sido asociados a una persona de mayor edad, comprobó gracias a su rostro desprovisto de arrugas y a su figura erguida y firme, que aquel hombre no debía de tener más de treinta años. Iba ataviado con una túnica de marinero no muy diferente a la que vestían los guardias de Ortupai en las largas noches de verano. Al mirar a aquel extraño a los ojos, sintió un breve aunque intenso ramalazo de nostalgia que lo devolvió a su juventud entre los barcos de la antigua ciudad costera. Recordó las largas tardes correteando entre los botes varados en la playa y las noches de agosto tumbado en la playa dejando que sus ojos se perdieran en la inmensidad del cielo estrellado. Lentamente, y sin dejar de mirar a Eiadar directamente a los ojos, el hombre bajó por la rampa y le estrechó la mano. Una mano tan cálida como agradable

-Le presento mis más sinceros saludos emperador -dijo con una voz jovial y agradable que alejó cualquier duda sobre si era o no peligroso- estábamos esperándolo.

Hizo una breve pausa y esgrimió una débil sonrisa. Eiadar quiso hablar, pero aquel hombre se le adelantó.

-Si claro -dijo- ya sé lo que va a decirme. ¿Qué hago aquí? ¿Donde está todo el mundo? ¿A donde voy? ¿Qué ha ocurrido? ¿Quién es usted...?

Aquella vez fue Eiadar el que lo interrumpió.

-Todo eso ya lo sé. Décadas de plegarias a los dioses que tanto amo me han preparado para este día y este momento. No negaré que Haria me ha impresionado un poco pues no esperaba que fuera así ni mucho menos, pero no tengo miedo y se perfectamente lo que debo hacer.

-Sin embargo te equivocas en una cosa. Esto no es Haria.

Sorprendido, Eiadar lanzó una mirada alrededor como si fuese la primera vez que veía aquel lugar.

-¿Y donde estoy?

El desconocido sonrió y dibujó en su rostro un semblante soñador.

-Entre aquí y allá. Entre esto y lo otro. En el espacio que hay entre los dos salientes del acantilado. En el escudo que separa la espada del cuerpo. En el lugar donde el cuerpo queda atrás y sólo queda lo que es puro. En donde la vida y la muerte se dan la mano formando un puente hacia el más allá. Su nombre... nadie lo sabe con certeza y muy pocos encuentran el valor necesario para buscarle el adecuado. Cada uno utiliza el suyo propio y se lo calla temeroso. Tú puedes hacer lo mismo o puedes atreverte a divulgarlo pero eso es algo que debes decidir tú. Mientras tanto déjame decirte que mi nombre en vida fue Ilias y que tras mi muerte y mi ingreso en los navegantes, decidí conservarlo. Todo el mundo cuando llega a Haria puede elegir si conservar el nombre con el que era conocido en vida o comenzar una nueva vida con uno diferente. Personalmente espero que usted conserve el nombre que le ha otorgado fama y fortuna pues ya es toda una celebridad en los jardines de Haria.

Eiadar sintió que el corazón le daba un vuelco al escuchar aquellas palabras.

-Así será.

Dicho aquello, y sin necesidad de más explicaciones, Ilias guió al emperador hasta la nave. Esta permaneció impasible al aguantar el peso de ambos y no tardó en preguntarse como demonios iba a moverse aquella barca que carecía de viento que la empujase ni de corrientes que la arrastraran hacia el mar.

-Sé lo que vas a preguntarme -dijo Ilias anticipándose a su pregunta- todos lo hacen. Pero tranquilo, solo debemos esperar a la señal.

No hubo terminado de pronunciar aquella frase cuando de pronto, una pálida luz brilló en la lejanía.

-Allí es a donde nos dirigimos -anuncio Ilias agarrando con firmeza el timón del bote- incluso en los días sin fin, un barco necesita de un faro que lo guíe hacia la inmensidad y lo ayude a pisar la tierra que tanto ama. La luz de Haria nos guiará desde ahora hasta el fin de la travesía y ella será nuestro lucero del alba cuando el resto de luces se hayan apagado.

De pronto Eiadar se percató de que las velas del bote se movían al son de una potente aunque agradable brisa que mesaba su cabello y lo acariciaba devolviéndole parte de la vida que había perdido en aquel lugar. Las briznas de hierba que ahora dejaba atrás, habían comenzado a bailar al son de una misma melodía silenciosa que parecía haberse apoderado de todo el valle e incluso alcanzo a ver en el aire pequeños dientes de león que se dejaban arrastrar por el viento hacia la inmensidad de las aguas. Todo aquel lugar parecía haber despertado de un letargo casi infinito y Eiadar sonrió al pasar la mano por la cubierta y darle la espalda a aquella tierra que no volvería a pisar.

Dejaba atrás muchas cosas, algunas tristes y tan crueles que podrían haber envenenado el corazón de un demonio. Algunas habían sido complicadas y a punto habían estado de costarle su sano juicio. Sin embargo, no tardo en pensar en William y en todo por lo que había tenido que pasar hasta el día en el que pudo abrazarlo por primera vez. Ahora que todo había vuelto a calmarse. Sintió que su alma regresaba al silencio de la que había brotado años atras y conforme el bote abandonaba la costa, sintió que se apoderaba de el un agradable sueño al que llevaba años deseando regresar. El sendero se trazaba ahora por recodos y atajos que no habían sido construidos para él y en vez de quedarse sentado en la vera del camino esperando el fin de la eternidad, debía perderse entre la maleza y forjar su nuevo destino. No tuvo miedo, y sólo deseó que nadie llorase su muerte cuando esta llegase a oídos de sus seres queridos. Por un momento, quiso abandonar el bote y lanzar su cuerpo a las aguas para hablar con ellos y decirles que estaba bien, que no pasaba nada, que simplemente las páginas del libro se habían cerrado para él y debía despedirse. La paz acariciaba su cansado y gastado corazón y en lo más hondo de su ser, entendió que había llegado la hora de decir adiós.

Lentamente, y sin que Ilias lo viera, sacó de su bolsillo un pequeño pergamino en donde escribió con un trozo de carbón unas palabras que se guardó para sí mismo y nadie más. Alzándolo en la palma desnuda de la mano, el viento se llevó el pergamino y este no tardó en hundirse en las aguas del mar.

-Todo cuanto deseo decir y no he dicho esta ahí pequeño -dijo en un susurro casi imperceptible- ahora he de seguir adelante y caminar con la única esperanza de que llegue el día en el que podamos reencontrarnos. Que la fortuna guíe tus pasos y el valor te cubra las noches de frío. Tu padre ya no está contigo, pero si alzas la vista al cielo y piensas en mí, no estarás solo. Sé que te convertirás en el hombre que siempre he deseado que seas. Te quiero hijo mío.

Eiadar cerró los ojos con fuerza y deseó que aquellas palabras atravesasen el firmamento.

-No te olvidaré William. Hasta siempre.

lunes, 18 de abril de 2011

MEGAPOST "La Cacería Del Cuerno Blanco"

Bienvenidos bloggeros!!

No lo siento si venis en busca de más capitulos hoy os voy a decepcionar, sin embargo vamos a dar una oportunidad a toda esa gente que quiera reengancharse a esta historia que ya tiene un par de semanas y que esta teniendo buena acogida. Voy a colgar todos los episodios publicados hasta la fecha así como una sinopsis breve todo ello aderezado con un pequeño tema musical de los que ami me gustan.

¿!PARA QUE QUERÉIS MAS!?

SINOPSIS:
Reina el caós en Heren. El emperador Eiadar fallece sin más descendencia que su hijo William de apenas diez años de edad. Aprovechando la fragilidad del imperio, el conde Gladvack se autoproclama emperador de Heren y expulsa al joven William de la capital desterrándolo del imperio e iniciando así una guerra Civil entre los partidarios de William con los de Gladvack. En plena crisis, una llama surge de las almenaras de la torre blanca anunciando algo que muchos llevaban siglos esperando. El gran unicornio blanco Isilwen a vuelto a las tierras de Heren y según la leyenda, cabalgará durante un año por Heren antes de volver a desaparecer en la lejanía para no volver en cinco siglos. Se dice que su sangre otorgará a aquel que la beba un poder tan ilimitado que podrá doblegar bajo su voluntad todas las tierras libres de los hombres. La búsqueda enfrentará a los dos bandos de todas las maneras posibles y arrastrará a una joven que luchará por la vida de su amado y a una hechicera cuyos poderes harán temblar los cimientos de la humanidad

EPISODIOS:








PD: Si os ha gustado la canción podéis oír muchas mas como esta en mi nuevo blog "Garaje Alternativo" http://localalternativo.blogspot.com/

Un fuerte abrazo para todos!!

lunes, 11 de abril de 2011

La Cacería Del Cuerno Blanco III "Emperadores En La Oscuridad"



Oscuridad. Aquello era todo cuanto Eiadar alcanzaba a ver mientras caminaba lentamente por un túnel sin paredes, techo ni suelo. Con los ojos entreabiertos, observaba las tinieblas buscando una luz que lo guiase y sus manos se agitaban nerviosas a uno y otro lado deseando encontrar una pared en la que apoyarse. Su mente parecía haber perdido toda capacidad de razonamiento y no se detenía en recuerdos ni en imágenes que le llegasen de más allá de la eterna penumbra en la que lo estaban introduciendo sus pasos. Por mucho que tratase de razonar o de idear un plan lógico de huida, no lograba dibujar en su cabeza nada que no perteneciese a aquel agujero tan negro como una noche sin estrellas. Si llevaba allí una eternidad, no pudo saberlo con certeza. Tan sólo sabía que debía seguir caminando hacia adelante y que no debía detenerse bajo ningún concepto. Si su pequeño mundo se resquebrajaba y se partía en mil pedazos, el seguiría caminando en la penumbra buscando aquello que desconocía y huyendo de lo que sus ojos no recordaban.

Tal vez pasaron días, tal vez años o puede que tan sólo unos segundos, pero de pronto sus párpados se abrieron como las puertas de un castillo antaño abandonado mostrando un lugar que conocía de sobra. A pesar de las sombras que recorrían la estancia, una hoguera crepitaba junto al mullido sofá en el que se encontraba iluminando todo cuanto sus ojos alcanzaban a ver. Cuadros pintados por sus ancestros colgaban de las paredes y bustos de emperadores caídos se alzaban orgullosos observándolo desde pequeñas columnas situadas en las paredes. Cada metro de aquella habitación estaba repleto de sillones y butacas congregadas entorno a una cama gigantesca que fácilmente podía haber acogido a cinco como él. Por un momento sintió el irrefrenable deseo de tumbarse en ella y refugiarse de las sombras que lo rodeaban ocultándose bajo sus mantas y dejándose acariciar por el calor que manaba de la chimenea. Comparado con el mundo de completa negrura que acababa de dejar atrás, aquella sala le pareció un pequeño oasis en un desierto de dunas de dolor y vientos de olvido.

Fue entonces cuando trató de ponerse en pie y se percató de que sus piernas no le respondían y de que sus brazos no eran sino dos pedazos de carne completamente inútiles que colgaban de sus hombros caídos y sin vida. El único movimiento que llegaba desde su pecho era el lento y acompasado respirar de sus pulmones y su cuello permanecía rígido y quieto como el tronco de un árbol. Luchando por escapar de la jaula en la que se había convertido su cuerpo, hizo una serie de intentos de moverse y lo único que logró fue que un dolor penetrante le recorriese los músculos como si la sangre de un demonio le recorriese las venas. Sus párpados temblaban espasmodicamente mientras sus ojos recorrían la estancia en busca de algo que pudiese ayudarle en aquella batalla que se había desatado consigo mismo. Pronto comprendió que el único movimiento que su cuerpo podía realizar era el de sus ojos corriendo desesperados por sus cuencas y se dejó caer sobre el sofá mientras caían de sus ojos unas silenciosas lágrimas que no pudo quitarse.

Por fin había abierto su mente la tapa que bloqueaba los recuerdos de su mente. Hasta ella llegaron en bandadas, breves escenas en las que gobernaba Heren desde la cama que tenía al lado. Pronto recordó a viejos amigos como el conde Arthur de Dagorlar y el rey enano Gark "el rudo" de las lejanas montañas de Glombath. Poco a poco su mente fue corriendo hacia atrás y conforme volaba hacia el pasado, imágenes aún más antiguas asaltaron su atribulada y castigada mente. Un niño al que reconoció como su hijo William, corría junto a el por un pasillo repleto de armaduras, un hombre se arrodillaba frente a su trono con la espada apoyada en el pecho, su amada legión de caballeros lo escuchaba con orgullo mientras se preparaba para luchar, un enorme estandarte ondeaba al viento dejándose acariciar por los vientos de la batalla, una mujer de belleza arrebatadora lo abrazaba junto a la orilla de un riachuelo perdido entre las montañas....

-Suzanne... -gimió Eiadar haciendo un esfuerzo sobrehumano por mover los labios.

De pronto, una carcajada partió el silencio de la estancia y una sombra cobró forma en un rincón forjando la silueta de un hombre al que no había visto jamás.

-Ella no está aquí -dijó con una voz agrietada y ronca que parecía provenir desde las entrañas de la tierra- tu corazón está disfrutando de sus últimos latidos y junto a ellos están viajando aquellas personas a las que un día consideraste parte de ti. No me preguntes si acabarás reuniéndote con ellas pues eso es algo que no puedo responderte. He estado en lugares cuya existencia consideras tan sólo parte de las leyendas pero no he viajado hasta los confines de la vida para comprobarlo.

Mientras hablaba, el desconocido avanzó hacia el y dejó que la luz de la hoguera bañase su sombra convirtiéndola en una figura que el emperador pudo contemplar en todo detalle. Ante él tenía a un hombre (o al menos eso creyó que era) cubierto por una capa tan negra como las sombras que la rodeaban. Esta caía hasta cubrir el suelo y ocultar los pies del extraño que caminaba como si flotase varios centímetros por encima del suelo de la estancia. Aquella tela de pesadilla tan sólo desparecía en pequeñas partes de su cuerpo para ser sustituida por una armadura decorada con runas. Eran pequeños símbolos de la era antigua pero incluso desde aquel rincón, Eiadar pudo comprobar que estaban pintadas con un rojo tan intenso como el de la sangre y que la mayoría de ellas hablaban de muertes jamás sucedidas o sobre criaturas tan terroríficas que podían devorar el alma del hombre más valiente o arrastrarlo a la locura. Incluso en aquel estado de parálisis absoluta, el emperador sintió como un escalofrío le recorría el cuerpo y le traía imágenes de muerte y destrucción que no recordaba haber vivido.

-Quién... quién....

El hombre se detuvo en el centro del dormitorio dejando que la luz de la hoguera bañase su silueta.

-¿Que quién soy? -le cortó el hombre alzando la voz por encima de sus temblorosos balbuceos- digamos simplemente que soy alguien que trepa por los abismos del tiempo buscando un saliente al que agarrarse. Donde he estado no me recuerdan y a donde iré nunca nadie llega a saberlo, pero si lo que quieres saber es mi nombre me presentare simplemente diciéndote que los pocos que me conocen se dirigen a mi enarbolando el nombre de Dargoth.

Tras aquellas palabras, permaneció en el más absoluto de los silencios y dejó que las luces del fuego danzasen frente a él. En ese momento, los ojos del emperador vieron algo que lo hicieron dudar de si todo cuanto estaba viviendo eran fantasías tan sólo propias de la locura. Y es que, las llamas de la hoguera arrojaban luces que jugueteaban con las sombras de la estancia y las hacían danzar parpadear como si fuesen presa de un siniestro baile salvaje. Sin embargo, la sombra de aquel desconocido que se había detenido frente al fuego, permanecía tan quieta e imperturbable como el hombre al que pertenecía. De alguna manera, sintió que tanto él como aquello que lo rodeaba no formaban parte del mundo y se limitaban a ser tan sólo extraños visitantes en costas que no formaban parte de ellos.

Luchando desesperadamente por ponerse en pie, el emperador cerró los ojos y se concentró en mover aunque sólo fuese uno de sus dedos. Pero no lo consiguió. Todo su cuerpo caía sobre la butaca como si estuviese carente de vida y al igual que lo habían estado sus piernas varios días atrás, ahora todo su cuerpo parecía haber sucumbido a la enfermedad que había traído la peste negra. Cuando volvió a caer rendido, el dolor recorrió una vez más todos y cada uno de los músculos y tendones de su cuerpo hiriéndolo y castigándolo como si estuviese siendo atravesado por un millar de dagas ardiendo.

-Curiosas criaturas las plantas -le espetó aparente divertido- pueden hacerte recobrar todas tus energías sacándote de la más cruel de las enfermedades y después devolverte a sus brazos como si nada hubiese ocurrido. Alguien dijo en cierta ocasión que cada veneno tiene su momento y cada muerte su final. Tú pareces haber encontrado el uso adecuado para la doncella del alba.

-¿A qué te refieres? -preguntó el emperador haciendo un esfuerzo titánico por reprimir el dolor que le ocasionaba el mero hecho de hablar.

-La doncella del alba es el más potente de los antídotos y el más letal de los venenos. Todo al mismo tiempo amigo mío. Se ideó para que aquellas personas que padecían una lenta y dolorosa agonía disfrutasen de un día entero de buena salud antes de caer sin vida en sus frías tumbas. En la antigüedad, los guerreros que luchaban en nombre de los dioses la tomaban para poder disfrutar un día más de la batalla. Al rozarla con la lengua sabían que al día siguiente no se levantarían, pero también sabían que hasta que el alba no se alzase orgullosa en el firmamento, podrían luchar con la misma fuerza de siempre. Aunque tuviesen una espada atravesándoles el pecho o un hacha abriéndoles la cabeza en dos, se levantaban y combatían ajenos al dolor y a la muerte.

Eiadar dibujó una agria mueca en sus labios. Si aquello era cierto, tenía frente a él la explicación de porque se había desecho milagrosamente de su enfermedad y había regresado del eterno descanso de su cama.

-Pero... ¿Porqué...?

-¿Porqué no has muerto todavía? Bueno amigo nadie te garantiza que no hayas muerto ya, pues al fin y al cabo nunca nadie ha regresado de entre los muertos para contarte lo que hay más allá. Sin embargo he de decirte que aún no has viajado al reino distante de los difuntos y que si aún no formas parte de su familia es porque yo no lo he querido así. Te aferras a la vida colgando de un fino hilo que yo he tejido para ti en esta fría noche de otoño. La muerte no es más que la punta de las flechas que disparo con mi arco, ella obedece mi voluntad y yo a cambio me entrego a ella como si más fiel siervo. Tengo poder para eso y para mucho más pero no me gusta hacer alardes de grandeza, pero si estás aún aquí es simplemente por mi voluntad.

De repente un ruido llamó la atención del emperador y una segunda persona surgió de entre las sombras que Dargoth había dejado atrás. A aquel lo reconoció enseguida y no hizo falta ningún tipo de presentación para que que susurrara...

-Victor....

Los labios del conde Gladvack dibujaron una siniestra sonrisa y caminó impasible por la estancia colocándose en una comoda butaca frente a él.

-Ya esta bien de cuentos de terror Dargoth -dijo lanzando una inquisitiva mirada al hombre de la capa- no queremos que nuestro invitado se sienta incómodo.

De repente sintió como una daga se pinchaba en su dilatado orgullo.

-¿Tu invitado?... puede que.... puede que no pueda moverme y que esté medio ciego... pero esta es mi habitación... y mi palacio Victor.

El conde dejó escapar una sonora carcajada y se recostó contra el respaldo de la butaca.

-No por mucho tiempo amigo. Si he ordenado a Dargoth que te mantenga con vida es simplemente porque necesito darte unas breves explicaciones antes de que caiga tu telón. Verás técnicamente es cierto eso que has dicho ya que mientras sigas con vida Heren seguirá bajo el yugo de tu voluntad. Pero supongo que tu mente atormentada por el veneno de la doncella del alba no habrá olvidado el acuerdo que los antepasados de nuestras dos familias firmaron siglos atrás. El día que los Atheldar desaparezcan de la tierra, seremos los Gladvack los que tomemos las riendas de la nación para encaminarla a un nuevo horizonte de paz y prosperidad.

Tras escuchar aquellas palabras, una nueva oleada de dolor sacudió sus entrañas y recorrió sus músculos y nervios obligándolo a gritar y a desear para sus adentros que todo terminase de una vez por todas. En su agonía, sintió que la vista se le nublaba y a través de sus oídos taponados le llegó la voz del conde hablando con el desconocido de la capa negra.

-¿Qué estás haciendo? !Lo necesito vivo un poco más!

-La muerte no funciona como un grifo que pueda cerrarse a tu antojo -le reprochó la ronca voz de Dargoth- la parca está llamando a la puerta pues este hombre debería haber corrido a su encuentro muchos días atrás.

-¿Cuanto tiempo llevo así? -le interrumpió el emperador intentando que su voz se alzase lo suficiente como para que pudiera ser oída.

El conde se giró y volvió a dedicarle una pícara sonrisa.

-Casi una semana amigo. Lamento haber alargado tanto tu estancia por los precipicios que separan la vida de la eterna oscuridad pero hemos tenido muchos cabos que atar y muchas cuestiones que responder. Una sucesión en el cargo siempre es complicada y más si conlleva el cambio de familia en el trono.

Una chispa de odio recorrió el semblante del emperador al escuchar aquellas palabras.

-¿Qué.... es lo que estás diciendo cabrón? Si yo muero debe ser mi hijo el que me sustituya como soberano de Heren. Mientras él viva tu no tienes derecho a nada. Serás un imbecil sin escrúpulos y sin poder más allá de tu asquerosa ciudad.

-Eso me ha dolido -le reprochó Gladvack impasible- pero debes saber que nuestro querido William está en estos momentos siendo buscado por la guardia imperial para que cumpla la condena por asesinato.

-¿!Asesinato?! ¿!De qué asesinato?!

En aquella ocasión, fue Dargoth el que habló, y su funesta y tétrica voz se clavó en su alma como una daga afilada.

-Del tuyo Eiadar.

En ese momento sintió como si una pesada losa cayese sobre su corazón y lo aplastase en mil pedazos. Aún a falta de pruebas que demostrasen las palabras del mezquino conde, Eiadar comprendió que era tan cierto como su propia muerte. Con un deje de pánico, sintió que la garganta se le agarrotaba y un frío descomunal le recorría las entrañas. Quiso enarbolar un largo y sentido discurso que hiciese ver a Gladvack todo el odio que le guardaba y todo el mal que le deseaba, quiso decirle que esperaba que su muerte fuera al menos veinte veces más dolorosa que la suya propia y quiso decirle que deseaba que los dioses hiciesen caer el sol sobre su cabeza para que ardiera en los fuegos del infierno del que parecía haber salido su arma negra como el carbón de las montañas.

Pero no pudo, lo único que llegó a salir de su boca cuando reunió la fuerza suficiente para hacerlo, fue una breve y concisa pregunta que provocó la carcajada de aquellos desgraciados que iban a convertirse en los verdugos que provocaran su propio final.

-¿Porqué? -dijo.

-Muy sencillo -respondió Dargoth haciéndose oír desde el fondo de la estancia con su voz agrietada y ronca- el cargo de emperador es un arma demasiado valiosa. Es una espada que puede atravesar los cielos y dar a luz huracanes que hagan temblar la tierra y los bosques del mundo que gobierna. Sentado en tu gran trono dorado, un hombre puede ser capaz de atacar el corazón de los dioses y forjar un nuevo imperio lejos del yugo de los dioses y de sus miradas. Desde el principio de los tiempos se han creído con el derecho de juzgarnos y castigarnos por actos que ellos han considerado buenos o malos. Si un emperador sabio que conociera estas verdades innombrables, podría crear una nueva sociedad en el que todos vivieramos con la tranquilidad de no depender de la voluntad de seres ajenos a nuestro mundo.

Eiadar escuchaba las palabras de aquel canalla que se escondía bajo la capa y tragó saliva antes de responder.

-Eso es una insensatez...-comenzó diciendo mientras reunía las pocas fuerzas que le quedaban- los emperadores no somos armas.... somos la llama que guía a su pueblo en la oscuridad y las manos puras que se abrazan a aquellos que se han extraviado en el camino. La gente nos mira y se les ilumina el corazón al creer que estamos a la altura de los dioses que han bendecido nuestros cargos. Pero en el fondo... bajo este traje de seda y cuero... y bajo esta piel de anciano... no somos más que hombres, hombres tan cruelmente simples y comunes como cualquiera de los que ahora deambulan por las calles en busca de alimento para ellos y para sus seres... queridos...

Un potente ronquido emergió de lo más hondo de su garganta y la boca se le llenó con el inconfundible olor de su propia sangre.

-No somos... armas -siguió diciendo mientras luchaba por recomponerse- sólo somos ...humanos que de ninguna manera tienen poder para luchar... y mucho menos derrotar a los dioses. Fagnar y sus hermanos, al igual que el sagrado fénix... que ha bendecido nuestro cargo, nos protegen y ayudan y su poder es tan inmenso que pueden crear... y destruir ríos con solo desearlo. El mero hecho de pensarlo es señal de que vuestra alma es tan negra como la de Karzack, el eternamente malvado.

Mientras Eiadar luchaba por hablar, los dos hombres esbozaban sonrisas de suficiencia que hacían entender al emperador el poco respeto que sentían por sus palabras. Aquella vez fue Gladvack el primero en hablar

-Dime sagrado emperador de Heren y benefactor de todas las tierras libres de los hombres... ¿Qué es el mal?

Aquella vez fue Eiadar el que sonrío. O al menos lo intentó mientras disimulaba una mueca de dolor.

-Deberías saberlo bien amigo. Cada vez que te miras al espejo y contemplas tu rostro, es el mal personificado el que te saluda desde el otro lado del espejo.

-Lo que tu digas -replicó Victor poniéndose en pie y caminando por la estancia a la luz de la hoguera- pero yo me siento orgulloso de poder decir que ahora vivo por encima de esas dos ideas a las que tu tanto temes y respetas. He traspasado el umbral de aquello que vosotros llamáis sabiduría y me he sumergido en mi propia dimensión sin hacer distinciones ni discriminaciones que se interpongan en mi camino hacia la eternidad. Para mí no hay mal ni bien, sólo hay un gran precipicio y gente que se aferra a él o se limita a dejarse caer. Hacer el bien o hacer el mal... no hay diferencia para mí. Sólo son leyes que la gente estúpida utiliza para ocultar la genialidad de la que ellos carecen. Si pudieras tener el mundo en tu mano a cambio de unas cuantas muertes... ¿no las entregarías a las caprichosas manos del destino?

-¿Darías tú la tuya?

Gladvack volvió a soltar una carcajada tan sonora como forzada.

-Desgraciadamente los planes que tengo entre manos no incluyen que yo abandone este mundo. Así que si no te importa seguiré por aquí un poco más hasta que yo lo crea conveniente. Si amigo así es. Mi vida no depende de la voluntad de los dioses porque he renegado de ellos y he viajado hasta los límites de la comprensión humana. Me he desprendido de la losa de mis propios dogmas y he viajado hasta valles en donde la gente no conoce palabras como bondad o respeto y donde la única ley que perdura es la del poder. Si para poner el palacio de los dioses en jaque y para lograr una nación completamente libre, he de sacrificar vidas, lo haré. Y no lo consideraré un acto de maldad o de bondad, será simplemente el glorioso movimiento que culmine mi vida y la de este reino y lo convierta en la gloriosa utopía que nadie se atrevió nunca a crear. Seré recordado hasta el fin de los tiempos y mi nombre será coreado en los salones del más allá el día que mi espíritu abra sus puertas. Ese es el secreto para destruir aquello que se considera divino y todopoderoso, si enseñamos a nuestra alma a olvidar las normas que los dioses cargaron en nuestras espaldas, podremos destruirlos como a una hormiga.

-Estás loco -sentenció Eiadar.

-Piénsalo Eiadar, ¿no sería hermoso creer en un mundo en el que los dioses pudieran nacer y morir como nosotros? Ellos crearon hace miles de años la idea de que nadie podía siquiera tocarlos o abandonarlos son caer en un pozo de oscuridad y dolor que los llevase a la muerte. Pero mírame. Hace años decidí dejar de creer y forjar mi propio destino sin ayuda de nadie. Los he insultado y he pisoteado todos sus ideales además de atacar a su máximo representante en la tierra, a ti. ¿Y me ha pasado algo? !Claro que no! Eso demuestra mi teoría, los dioses son tan sólo un grupo de canallas cobardes que se han escudado bajo su falso poder infinito para que nadie ose siquiera mirarlos mal. Pero yo me he plantado amigo. He sido el primero y no el último. Muy pronto la gente entenderá que mis palabras son lo más cierto que han oído en sus miserables vidas y no tardarán en unirse a mí en la mayor cruzada jamás conocida por la civilización de los hombres. Seré el mesías de un nuevo mundo y mis descendientes gobernarán la tierra sin la penetrante mirada de los dioses clavada en su espalda.

-Has perdido el juicio. Dices que abandonar.... las enseñanzas de los dioses no trae consecuencias pero mírate. Tu cordura a muerto junto a tu fe y desafiar a aquello que no respetas sólo puede traerte un final tan agónico y desesperado que supliques por que tu alma desaparezca de la faz de la tierra para no ....volver nunca más. Y sinceramente, ... espero que así sea. No escuches mis palabras si no quieres pero te advierto de tu error antes de que este termine ...de engullirte por completo. Puede que ya lo haya hecho, pero aún así haré el esfuerzo de advertirte. No desafíes aquello que no puedes ver ni juzgar y vuelve a Dagnor antes de que tus estúpidos ideales acaben con la vida de más inocentes. Siendo emperador no lograrás el poder necesario para desafiar a los dioses y ni con cien mil emperadores a tus pies podrías siquiera llegar el horror de mirarles directamente a los ojos y saber... que te odian, y que harán todo cuanto este en su mano para enviarte al corazón del inframundo. Escúchame por una vez en tu vida Victor. Tú no eres malo y aún estás a tiempo de enmendar tu error. Sólo eres un pobre desgraciado que ha perdido el norte y lo busca en una brújula rota. Regresa a tus montañas de oro y busca la felicidad en el fondo de una botella de vino como la gente normal. No remuevas los cielos ni desafíes el poder de los hermanos en vano o condenarás a Heren a la mayor oscuridad de toda su historia.

El fuego de la chimenea crepitaba ahora con más fuerza que nunca y el emperador vio la silueta del conde recortada contra la luz del fuego mientras su rostro quedaba envuelto en las sombras. Al principio Eiadar creyó que no diría nada, pero entonces habló, y lo hizo con una voz tan grave y ronca que un escalofrío recorrió la espina dorsal del emperador.

-Aunque así fuera, aunque quisiera dar marcha atrás a mis actos y dejar las cosas como estaban, no podría volver a la normalidad. He hecho... he hecho cosas amigo... tratos que no pueden olvidarse... y juramentos demasiado poderosos como para arrojarlos a los brazos del olvido. Ya no hay marcha atrás, hoy comienza el principio del fin. Hoy comienza una nueva era y pronto los cielos arderán y los mares aullarán de dolor. Las sombras del mundo serán obras maestras que se dibujarán contra los paisajes y una nueva vida empezará para aquellos que se unan a mí.

-¿Y los que no lo hagan?

Fue en ese momento, cuando el emperador descubrió el origen de aquella voz gutural que había brotado del conde Gladvack. Una sombra se movió tras el conde y la figura de Dargoth brotó de entre las tinieblas agarrando con fuerza el hombro de aquel que tenía delante. Su rostro era apenas un esbozo del que sólo se alcanzaban a ver los labios dibujados contra la oscuridad de la capa. Sin embargo, Eiadar observo como estos se movían al mismo compás que los de Gladvack sin apenas emitir ningún ruido. Un nuevo escalofrío volvió a recorrer su cuerpo y de alguna manera supo, que aquel extraño estaba usando a su compañero para que hablara por él. Iba a reaccionar y a preguntar que era lo que estaba ocurriendo, pero en ese momento Gladvack alzó la mano y Eiadar sintió como su cuerpo se alzaba del asiento.

Como si una mano invisible lo agarrase por el cuello, el cuerpo del emperador comenzó a levitar varios metros por encima del suelo. Sin tiempo para poder gritar, o al menos para intentarlo, el conde hizo un leve gesto con el dedo y el cuerpo del emperador comenzó a flotar por la estancia hasta ponerse frente a frente con su rostro.

-Ya esta bien de tonterías -dijo- cuando el conocimiento te lleva al paraíso de las emociones, descubres que todos estamos hechos de fuego y que el alma no es más que la llama que brota en nuestro interior y que nos consume lentamente hasta nuestro fin.

Eiadar tragó saliva y miró de reojo a la hoguera que ardía a su lado. Mientras las roncas palabras que Dargoth atormentaban sus oídos, observó que la hoguera había crecido varios metros y que se extendía hasta lo alto de la chimenea perdiéndose de su vista. Una lengua de fuego descomunal parecía gobernar ahora toda la estancia y allá a donde el emperador mirase, sólo veía fuego, humo y dolor....

-!Muere Eiadar! !Emperador de emperadores y rey de los infelices! !Que tu cuerpo regrese a las llamas de las que un día surgió! !Que tu nombre se borre pronto de los anales de la historia y que las débiles memorias de los hombres te consuman tan rápido como la llama de Fagnar! !A ella te devuelvo ahora! !Que tu alma encuentre el camino hacia Haria y no vuelva nunca jamás!

Dicho aquello, y antes de que pudiese reaccionar, Gladvack hizo un brusco gesto con la mano y el emperador sintió como su cuerpo era arrojado a la hoguera. Pronto las llamas lo envolvieron y sin poder enarbolar un alarido de dolor, su cuerpo se hundió en un mar de fuego y humo que se consumió y desapareció de la faz de la tierra para siempre.

"Ya voy padre" -pensó antes de que una lengua de fuego lo engullese por última vez- "pronto estaré a tu lado"