martes, 4 de enero de 2011

La Dama Y El Ciervo

Esta historia comienza en una pequeña cala a tres jornadas a caballo desde la desembocadura del río Derin hacia el este. Faltaban aun varios minutos para el amanecer y la escarcha se acumulaba sobre las hojas y ramitas que había sobre el suelo. La bruma se extendía por todo el lugar como un fino velo dando una placentera sensación de frescura. Era un agradable lugar al que muchas criaturas se acercaban para alimentarse de las suaves briznas de hierba que crecían.


Cerca de la arena del mar había cientos de tipos de flores de diferentes colores y tamaños y algo mas allá había plantas mucho más altas. Claro ejemplo eran las imponentes palmeras que daban sabrosos cocos y los gigantescos árboles de hojas gigantescas que separaban aquel pequeño rincón del resto del mundo. Los cientos de espinos con sus rosas aun cerradas, esperaban a la salida del sol para poder demostrar cual de ellas era la más hermosa.


Las últimas estrellas desparecieron del cielo para ser tapadas por unos débiles rayos de sol que asomaron por un horizonte bañado por el agua del mar. Como si de un gigantesco brazo se tratase, la luz se abalanzó sobre la costa provocando el hechizo del amanecer. Las flores se abrieron, las briznas de hierba levantaron la mirada e incluso un conejito asomó la cabeza por la abertura de su madriguera al mismo tiempo que unos pájaros piaron en un árbol.


La luz del sol ilumino el agua del mar. Desde la arena de la playa hasta donde alcanzaba la vista se podía divisar un horizonte azul, inflamado por la brillante luz del sol de la mañana. Nada extraño perturbaba a las criaturas del lugar y aquel prometía ser otro día más de imperturbable tranquilidad para todas las criaturas que habían escogido aquel rincón del mundo para vivir.


La inconfundible figura de un cervatillo surgió lentamente entre los árboles dejándose acariciar por la suave y melódica brisa marina. Sus patas iban dejando un fino rastro en la arena del mar mientras la delicada piel caoba del animal era hechizada por el aroma del mar y el contacto con la anaranjada luz del ígneo astro. Al llegar al borde del agua, sus patas se rindieron a la frescura de las diminutas olas del mar al tiempo que el animal lograba verse a sí mismo en la cristalina superficie de este. Durante varios minutos permaneció inmóvil dejándose maravillar por los pequeños encantos que tejía aquel bello rincón del mundo. Finalmente, alzo la vista hacia el horizonte donde la luz del sol cada vez se hacía mas intensa.


“¿Es que viviré toda mi vida igual?” -pensó preocupado mientras apartaba la vista de aquel hipnotizador paisaje.


El cervatillo estaba preocupado, pues en sus dos inocentes años de vida no había hecho otra cosa que contemplar el mismo amanecer una y otra vez ininterrumpidamente, siempre las mismas flores, los mismos árboles y el monótono sonido de las olas al morir frente a la orilla. Quería vivir alguna aventura para poder contarle la historia a sus hijos cuando los tuviese, aunque pensaba, que esto no llegaría a ocurrir nunca.


Aquel era sin duda un lugar maravilloso en el que vivir y él estaba completamente convencido de que muchas criaturas matarían por poder pasar allí aunque sólo fuera unos minutos. Su instinto le decía que debía mostrarse agradecido por haber tenido la gracia de vivir en aquella fantasía formada de flora y fauna. Aún así, había algo que se removía constantemente en su interior haciéndole saber que la vida sólo daba una oportunidad y que debía aprovecharla con todas sus fuerzas para no arrepentirse en su lecho de muerte. La pasividad de aquel lugar era increíblemente seductora y mágica, pero aquello no hacía más que provocarle un punzante dolor en el estomago que sin duda era señal de que estaba dejando escapar su vida mientras sus sentidos se confundían en aquel mar de naturaleza y frescor eternamente primaveral.


Sin previo aviso, unas velas asomaron en el horizonte, y un pequeño bote apareció en la lejanía. Su tamaño era poco menos que ridículo, pero la embarcación surcaba las imponentes olas en línea recta sin apenas inmutarse. Las velas se izaban orgullosas mientras se sujetaban en un pequeño mástil de varios pies de altura. Justo debajo, había un taburete con las patas clavadas al suelo para que no se moviese y sobre este, descansaba la figura de una mujer.


La mujer en cuestión era joven, con un rostro dulce y suave que recordaba al de un niño. Era alta y delgada y lucía un espectacular cabello negro que le llegaba hasta la cintura y que se confundía con un traje de matiz oscura de una sola pieza que le llegaba hasta las rodillas. En la mano derecha llevaba una vara blanca muy larga y que ataba en la cintura con un cinturón blanco y muy grueso.


Tenía la cabeza agachada y se le ocultaba el rostro bajo la larga melena que se le había volcado hacia delante. De repente como si de un largo sueño hubiese despertado levanto la vista y dirigió la mirada hacía las bastas tierras que delante de ella se elevaban. Fue en ese momento cuando comprendió muchas cosas, algunas bellas e increíbles y otras oscuras y terribles. Por alguna razón desconocida en su bello rostro de mujer se dibujó una sonrisa. Contempló el grandioso espectáculo que sobre ella se levantaba con aquellos ojos que seguían cada detalle del lugar con precisión deteniéndose hasta en los más pequeños detalles, desde el correteo de una hormiga hasta el vuelo de una paloma o el movimiento de los árboles al ser agitados por la brisa.


La mujer jugueteó con el mango de una brillante espada que llevaba atada a la cintura con un grueso cinturón de cuero. Estaba guardada en una vaina blanca con unas extrañas inscripciones grabadas en ella. Eran unos grabados escritos en élfico que muy pocos podían comprender y que en la lengua normal decía “la nómada”.


Nadie guiaba el bote pues este parecía saber perfectamente hacia adonde debía ir. En unos minutos tocó tierra y hundió la proa en la costa. Su ocupante se levantó y de un pequeño salto puso sus pies en la húmeda arena de la playa. Nada mas hacerlo el pequeño bote comenzó a alejarse el solo de la orilla, cuando se había separado varios metros comenzó a hundirse en las gélidas aguas del mar. El agua cubrió en un instante toda la cubierta del barco y este comenzó a hundirse lenta y solemnemente en las profundidades marinas. Allí se quedaría, para el resto de la eternidad hasta que su ocupante volviese a necesitarlo.


La mujer giró sobre sus talones, todo lo que su mirada recorría era nuevo y fantástico, la recién llegada parecía complacida. Tras unos instantes de silencio tan sólo rotos por el inconfundible sonido de las aves y del mar, volvió a aparecer en escena el joven cervatillo. La mujer se quedó mirándolo muy interesada, dio unos pasos hacia este que aunque estaba muy impresionado no parecía asustado por la presencia de la mujer. Con un rápido movimiento se detuvo, y se quedo mirando al animal directamente a los ojos con una mirada calida pero penetrante. Súbitamente sintió como si aquella mujer estuviera leyéndole la mente. Poco después apartó la mirada y con soltura volvió a avanzar unos metros más en dirección al animal. Alargó el brazo y puso su mano en la testa de este. Rápidamente el cervatillo cerró los ojos asustado.


Así se quedaron varios minutos, en silencio. El pobre animal temblaba de la cabeza a los pies y cuando estaba empezando a pensar en huir abrió los ojos y miró a aquella mujer. Esta hizo lo propio y entonces habló, y lo hizo con una voz suave y dulce como nunca se había oído antes en Heren:


-No temas mi pequeño amigo, pues si de verdad deseas aventuras, yo te las daré -dijo.


El cervatillo giró la cabeza y se miró a si mismo. Admirado, contempló como su cuerpo había crecido y como se había hecho mucho mas alto de lo que era. Además advirtió que ahora era blanco como la nieve y sus dos pequeñas astas habían desaparecido para dar paso a una larga crin de caballo también blanca. Para su sorpresa se dio cuenta de que se había convertido en un caballo. Miró su figura y contempló como ya no era pequeño y torpe sino grande y fornido. Ahora ya no miraba a la mujer desde abajo, sino a la altura de los ojos.


-Te he concedido el don del habla para que nunca mas guardes silencio cuando no sea necesario –dijo esta.


-Gracias –dijo el caballo –haré buen uso de él.


La mujer sonriente acarició la crin del animal.


-Eres un magnifico caballo y yo te pregunto ahora ¿me llevarías de viaje contigo?


-Será un placer, señora -respondió alegremente.


-No me digas señora, pues en verdad soy una mujer, pero mi nombre es Helena, recuérdalo –dijo con voz solemne –y el tuyo será Hasfarin, que en la lengua de los dioses significa “llama del amanecer”.


Hásfarin se alejó un poco de Helena y trotó por la pequeña playa alegremente. El reflejo del sol sobre el agua se reflejaba en la blanca piel del caballo mientras sus piernas salpicaban el agua. Aquel era sin duda el día más feliz de su vida. Sentía el frescor del agua en sus pezuñas y la brisa marina en su lomo mientras cabalgaba por la costa del mar. Volvió junto a Helena.


-Muy bien Helena, recordemos para siempre este día y vayamos en busca de nuestro incierto destino –dijo con solemnidad.


Helena subió sobre Hasfarin y este, rebosante de alegría, se levantó sobre sus patas traseras formando un marco impresionante con el naranja sol de fondo. Volvió a apoyar sus patas en el suelo y cabalgó con Helena a la espalda rápido como el viento. En unos fugaces segundos la extraña pareja se perdió tierra adentro alejándose de la costa a la que volvió la tranquilidad una vez más.






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