miércoles, 30 de marzo de 2011

Fragmento del legado del fuego "El poema del armario"

Nota: La canción que aquí aparece ya la incluí en una entrada muy antigua pues también la extraje del libro. Ahora os presento el fragmento entero para que lo disfrutéis mejor. Un Abrazo

Los últimos retazos de luz lunar se filtraron por la ventana de la habitación bañando con su tenue resplandor la fina capa de polvo que se arremolinaba sobre el suelo. Sin prestar atención a las sombras que entraban a través del cristal, Astrid caminaba de un lado a otro volviendo a colocar en una maleta de viaje semivacía todos y cada uno de los objetos y utensilios que horas atrás había sacado. Su respiración era la viva representación del miedo y el nerviosismo que sentía ante la empresa que debía de abordar sin demora. Acababa de finalizar un viaje de casi tres meses a través de medio mundo para llegar a aquella aldea y ahora debía volver a desandar el camino que sus fatigados pies habían recorrido casi sin descanso. Sin embargo, no era la fatiga la razón por la que su alma gritaba de dolor, sino la pena. Ella era la que inflaba sus venas y atormentaba su joven corazón.


Sus pies recorrían ahora las laminas de madera que la habían visto crecer desde su más tierna infancia y los personajes de los cuadros de las paredes (aquellos que llevaba años deseando ver) se habían convertido en más de una ocasión en la silenciosa compañía que poblaba los fantasmas de su soledad. Aquella misma estancia se había convertido en el refugio de su mundo desde que tenía memoria y uso de razón y después de pasar muchos años deseando regresar a ella, se encontraba con que una vez más debía abandonarla para tal vez no regresar nunca más. Tras empacar a los últimos viajeros de su gigantesco bolso de cuero, resopló hondo y lanzó una exhaustiva mirada alrededor.


Sus pupilas analizaron con detalle cada arruga de la cama sobre la que posaba sus manos y sus pies se regocijaron con el roce de la madera bajo sus pies descalzos. Ya no podía hacer absolutamente nada para cambiar su destino. Algún sabio pensador se molestó en decir hace tiempo que el futuro de cada persona se forjaba con cada una de las decisiones que iba tomando mientras recorría el sendero que le conducía a su muerte. Aquel no era el caso. Se veía de pronto ante un abismo insalvable en el que no tenía ninguna elección salvo huir. Sus pasos iban a alejarla de aquello por lo que tanto había soñado y suspirado los últimos años. Era cierto e innegable que lo hacía para salvar a un amigo al que había querido sin condición durante toda su vida. No había ni un atisbo de duda en su mirada, y sin embargo, no pudo evitar resoplar apenada cuando las yemas de sus dedos acariciaron el suave dosel de su cama blanca como la seda. En uno de aquellos viajes errantes por sus recuerdos, sus cansados ojos se posaron en una toalla que asomaba a través de la puerta entreabierta de un pequeño armario que había al fondo de la habitación. No recordaba que aquella prenda fuera suya.

Se puso en pie, caminó por la habitación y tras abrir la puerta de un tirón y sacarla de aquel improvisado ropero, comprobó que efectivamente debía de tratarse de una de las muchas toallas que pertenecían a Polly y que Dick debía de haber esparcido por toda la casa en una vaga esperanza de crear un orden lógico dentro de aquel caos. Astrid sujetaba atónita la toalla anaranjada, pero no era esta la que llamaba su atención, sino un pequeño mensaje que había tallado al fondo del armario y que parecía haber sido grabado con el filo de una navaja poco afilada. Presa de la curiosidad, Astrid recogió la vela de la mesita de noche y la introdujo dentro del armario con la esperanza de poder descifrar aquel misterioso secreto que de pronto se le había revelado en un sitio sobradamente conocido por ella. Lentamente, y haciendo un esfuerzo titánico por adivinar las formas de las letras en la oscuridad, fue desgranando el contenido de aquellas palabras…


Los últimos abrazos de la noche

me agarran como cadenas de humo

que desaparecen cuando las persigo

y vuelven cuando las olvido


Apuro la última pipa entre la bruma

y antes de embarcar hacia el mar

pienso en lo que pudo haber sido

y en lo que nunca será


El viento me empuja a olvidar

Y yo le lanzo cometas de recuerdos

que hablan sobre los dos

y sobre el mundo que nos separará


Temo al sol y al día que llegará

porque cuando amanezca y ya no esté

nuestro amor se borrará en el alba

y morirá junto a la madrugada


Recuerdo las viejas fotografías de ayer

que guardabas en aquel armario ennegrecido

y no olvido la última balada

que tus rojos labios cantaron conmigo


Aquellos barcos de papel que fabricaste

con las notas de amor que me enviaste

aún flotan en el charco

que tus lágrimas formaron al marcharme


Temo al sol y al día que llegará

porque cuando amanezca y ya no esté

nuestro amor se borrará en el alba

y morirá junto a la madrugada


Ignoro lo que el sendero me guarda

pero las balas de la batalla dictarán

si volveremos a caminar una vez más

o si mi cuerpo se hundirá en el mar


Empuño el rifle contra mi pecho

y subo el último escalón del navío

rezando para que las montañas de mi espalda

nunca vuelvan a mostrar la luz que guardan


Temo al sol y al día que llegará

porque cuando amanezca y ya no esté

nuestro amor se borrará en el alba

y morirá junto a la madrugada


Con temor veo mi última noche volar

pero entonces te veo volver a mí

y tu abrazo consigue hacerme olvidar

lo que el aciago día traerá


Te juro amor mío que las balas

no detendrán mi ansiado regreso

Y que volveré a ver tu cabello

brillando sobre los soles del mundo


Temo al sol y al día que llegará

porque cuando amanezca y ya no esté

nuestro amor se borrará en el alba

y morirá junto a la madrugada


Alzando la vista al cielo

consigo por fin comprender

que las distancias no serán barreras

y que crearemos un lugar para los dos

donde el sol nunca nacerá

y la noche por siempre nuestro amor velará


Sorprendida por la belleza y crudeza de aquellas palabras, las copió con su pluma en un trozo de pergamino que encontró en el suelo y las releyó varias veces sin dejar de maravillarse con la sinceridad de aquellas palabras tan sinceras como desgarradoras. No fue hasta el momento en el que decidió guardar la pluma, cuando se percato de una pequeña frase tallada en letra diminuta bajo la última de las frases del poema.


De Noah a Howard…


Astrid notó que de pronto le faltaba aire en los pulmones. Era su madre… Noah Ellefson era su madre quien se había casado con Howard Vedder unos pocos años antes de la caída de la noche sobre el mundo. Habían vivido toda su vida en la aldea (según le había hecho saber su propia abuela). Su padre era guardabosques y siempre le había gustado llevarla a pasear por los gigantescos prados y arboledas de las tierras Buds jugando bajo la protección de las encinas y los robustos robledales. Era un hombre amable y bondadoso cuya mayor satisfacción en la vida era ayudar a viajeros extraviados o incluso a animales que precisaran su ayuda en los territorios en los que se ganaba el sueldo realizando aquello que más amaba. Polly siempre le había dicho que sabía mucho acerca de la vida en los bosques y montañas y ya desde muy pequeña la había cogido en brazos y se la había llevado a recorrer los verdes prados del mundo que tanto quería y respetaba. Todo el mundo lo conocía como “guardabosques Vedder” y su trabajo le otorgó años y años de prosperidad en la aldea de Eindol. De Noah por su parte, siempre había oído que era una mujer dulce como la miel y fuerte como un oso. Su abuela siempre había dicho que ante la adversidad acostumbraba a crecerse como un huracán enfurecido pero que la vida le había enseñado a encajar los golpes sin que estos pudieran afectar a su carácter. Estaba muy orgullosa de ambos. Siempre lo había estado.


Y ahora, por arte de magia, le llegaba el último vestigio que había dejado en vida su madre. Sin duda era una carta de despedida escrita en las últimas horas de ambos. No quiso pensar en ello, ni en el amargo final que tuvieron hacía ya dieciocho años.


Dos solitarias lágrimas corrieron por sus mejillas.


Los echaba de menos. A ambos. Con los dedos temblorosos acarició la talla que había en la madera y dejó que su mente se poblara de recuerdos de su solitaria infancia en la que había añorado cada segundo de su existencia, en cada aliento de aire, a aquellas dos figuras que había amado y querido más que a nadie en el mundo, pero a quienes no había visto jamás.


Unos fuertes ruidos la sobresaltaron. Era hora de irse.




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