viernes, 8 de abril de 2011

Fragmento del legado del fuego "La última Carga"



Un jinete ataviado con una armadura plateada surgió cabalgando entre los árboles del bosque. Iba montado en un corcel blanco como la nieve e incluso guiando al animal en aquel embarazoso terreno, tenía una elegancia solo propia de los gloriosos emperadores de Heren. Cuando llegó a un pequeño claro que surgía en el centro de un pinar, el centenar de caballeros que lo esperaban allí soltaron un grito de triunfo.


En unos instantes, el príncipe Handlas se vio rodeado por cientos de manos que lo tocaban con la intención de animarlo y saludarlo amigablemente.


-Lo estábamos esperando señor –le dijo el primer oficial al mando.


El príncipe Handlas descendió de su montura y se quitó el yelmo.


-Los hombres –siguió diciendo el oficial –temían que tuviéramos que cargar sin usted.


-¿Y perderme el combate? –exclamó el príncipe con una fina sonrisa dibujada en sus labios –por nada del mundo permitiría que eso ocurriera.


El oficial le devolvió la sonrisa.


-No será fácil vencer señor –comento este –nos triplican en número y su armadura es muy resistente.


-Pero contamos con el factor sorpresa. No se esperarán una carga por el flanco.


-Eso espero señor


El príncipe Handlas levantó la mirada. Frente a él se abría una basta extensión de árboles que impedían ver el campo de batalla que había un par de millas más abajo. Desde allí resultaba imposible conocer el estado del combate y aquella situación frustraba enormemente a los caballeros que se habían instalado por toda la loma. Era realmente desconcertante estar allí parado sin hacer nada mientras llegaban volando por el aire los sonidos de hombre que gritaban bajo el ensordecedor trueno de los cañones.


Los negros árboles del bosque se movían al son de la suave brisa del mediodía y hasta ellos llegó el fresco aroma de los pinos mezclado con el humo de la pólvora. Los débiles trazos de la neblina matinal habían desaparecido hacía ya bastante tiempo y ante ellos tan solo quedaba una fina capa de rocío que acariciaba suavemente las verdes hojas que crecían en los alrededores.


El príncipe Handlas miró hacia arriba con la vaga esperanza de que los dioses le guiaran en la batalla que estaba por venir. El cielo estaba completamente despejado, sin una sola nube que emborronase aquel magnífico lienzo monocromático. Un cóndor planeaba sobre sus cabezas, completamente ajeno a la tragedia que se estaba sucediendo varios metros bajo él. La hermosa ave lanzaba penetrantes miradas a la superficie de la tierra buscando con avidez alguna presa que llevar a sus crías.


Por unos instantes, el príncipe sintió el irrefrenable deseo de poder volar y alejarse de aquel caos que lo rodeaba. Deseo fervientemente que todas las dudas de su mente se alejasen silenciosamente y que lo llevasen suavemente a un lugar en el que no existieran ni las penas, ni la agonía ni el dolor. El sabía que en su condición de heredero del reino de Heren, tenía el sagrado deber de defender a sus hombres y de proteger el orgullo y la gloria de la nación que durante tantos años había gobernado su familia. Había asimilado aquellos valores hacía ya mucho tiempo y sin embargo, en aquellos momentos, no puedo evitar sentir que sería mucho más feliz lejos de todo aquello. Lejos de la muerte y la desesperación que traía el hecho de tener que defender una nación constantemente amenazada por la imparable masa de la oscuridad.


Por otra parte, entendió que le gustara o no, aquella era la vida que le había tocado vivir. Ya no había tiempo para echarse atrás, él no era ningún cobarde. Su orgullo y valor debía verse reflejado en su forma de actuar para que sus hombres le siguieran ciegamente a la batalla. Si ellos no veían en él a una figura serena y confiada, la moral de sus hombres descendería en picado y el destino de la batalla peligraría muy seriamente. Ya estaba acostumbrado a actuar así, y sin embargo no podía evitar sentirse presionado en más de una ocasión. Así era el príncipe Handlas; frío y confiado por fuera pero tremendamente humano y sincero por dentro.


El fuego se había llevado el valor y la esperanza de una nueva vida para todos los hombres buenos que estaban alzando su espada contra el mal. Las hordas negras parecían una gigantesca ola de dolor y tinieblas que podía engullirlos en cualquier momento. Más de uno aseguró haber visto a la muerte sobrevolando el campo de batalla mientras mostraba el siniestro brillo de su guadaña. Pero Handlas no iba a ceder, su determinación para lograr que la luz volviera a brillar, era superior al miedo que atenazaba su corazón y que le advertía de que el fin de sus días estaba tan cerca como el humo de los cañones. Su alma estaba en calma, pues sabía que si sus huesos se hundían en la tierra y su yelmo se oxidaba entre los cuerpos de sus hermanos, una nueva legión se levantaría entre las llamas de la desesperación y los lamentos de sus enemigos se escucharían como un eco que resonaría en la eternidad por siempre y siempre jamás. Mientras hubiera un humano vivo en Heren, las legiones malditas deberían enfrentarse a la ira de los dioses, y a la fuerza de la gloria empañada con la sangre de todos los que habían caído por defender la tierra que pisaban sus botas. Ocurriera lo que ocurriera en aquel valle, no dejaría que su paraíso cayera en las garras del olvido y la oscuridad. Pagaría cara su vida, pues haría frente a la tempestad con el valor de mil leones, pero si en algún momento vislumbraba ocaso de sus días, forjaría un final que se cantara en las leyendas hasta que el horizonte desapareciera del mundo. Las nieves ocultarían los prados y las nubes abrigarían el cielo azulado de su bello imperio, pero al final, en los albores del tiempo, cuando tan sólo las piedras y las montañas sean vestigio de la civilización que un día existió, su alma volaría en paz hacia el Olimpo de los dioses sabiendo... que había muerto libre.


De repente, un cuerno resonó en la lejanía sacándolo de su ensimismamiento. El grave sonido de aquel instrumento resonó en el claro y se perdió en la inmensidad de la llanura haciendo interminables ecos. Aquella era la señal que habían estado esperando. Había llegado la hora. La hora de luchar y demostrar que su amor por aquella tierra no era fingido.


El príncipe subió a su blanco corcel y cabalgo raudo como el viento hasta colocarse en la primera fila de batalla donde ya esperaban sus leales hombres con las lanzas orientadas hacia el frente. Una vez allí, desenvainó su espada y la apuntó hacia el cielo en señal de duelo.


-¡Hermanos míos! –gritó el príncipe –¡Muchas son las cosas que podría deciros en un momento como este! ¡Pero sé que en fragor de la batalla no las recordaréis! ¡En la guerra solo perduran los más fuertes! !Y para mi orgullo vosotros sois los mejores guerreros con los que he tenido el placer de luchar! ¡Por eso lo único que se me ocurre deciros es…! ¡Que la fortuna os guíe!


Un ensordecedor bramido respondió al breve discurso del príncipe.

-¡Por Heren! –gritó mientras hacía girar su caballo.


Al instante. Dos centenares de caballeros se lanzaron colina abajo con las lanzas en alto y la vista fija en el inmenso valle verde que se iba abriendo lentamente ante ellos. Un único hombre cabalgaba por delante guiando a una inmensa marea plateada. La victoria seguía estando muy lejos de su alcance, pero muy pronto la legión negra conocería el dolor infligido por una de las armas más preciadas del ejército de Magmar. Lucharían por lograr la victoria, o morirían en el intento.

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