jueves, 21 de abril de 2011

La Cacería Del Cuerno Blanco IV "A Los Pies De La Barca"


Perdido en el más absoluto de los silencios. Las manos de Eiadar palparon las briznas de hierba que crecían a su lado. Evitando pensar en lo que encontraría cuando la oscuridad se disipara, el emperador de Heren siguió tirado en algún lugar de ninguna parte, renunciando enfrentarse a lo desconocido. Los párpados le pesaban como las puertas de un castillo y lo único que su mente reflejaba en aquel momento, era una calma infinita y un miedo terrible a enfrentarse al mundo exterior. Fue entonces cuando descubrió que podía moverse otra vez.

Sintió que todas sus extremidades iban despertando lentamente de un letargo en el que llevaban demasiado tiempo inmersas. Al principio fueron los dedos de sus arrugadas manos los que respondieron a su llamada, y como presas de una alegría incalculable, danzaron acariciando el césped y las diminutas flores que Eiadar no veía. Después sus manos se unieron a aquellos lentos pero seguros movimientos. Al principio eran tan sólo espasmos casi imperceptibles, pero pronto podía alzarlos del suelo y agitarlos como había podido hacer tiempo atrás. Lentamente, el resto de su cuerpo fue acatando las órdenes que su dueño les enviaban, y para cuando quiso darse cuenta, se encontraba de pie, en medio de algún lugar sin nombre, con los ojos cerrados. Sabía que no permanecían inmóviles por obligación, pero no estaba seguro de si quería abrirlos. Si lo hacía, tendría que enfrentarse al mundo de su alrededor, y encontrase lo que encontrase, ya nunca más podría quedarse allí plantado viendo pasar las horas pasar. La tranquilidad y seguridad de aquella oscuridad ficticia lo envolvía como un abrigado manto negro y su alma se aferraba a él como los niños a la cama por las mañanas. Presentía en su interior que si dejaba que aquel lugar se colara en su mente, una piedra caería sobre la pacifica laguna de su interior, formando olas inmensas y desbordando el agua hacia horizontes desconocidos a los que no quería mirar.

De repente, una llama paso rugiendo en la penumbra y Eiadar abrió los ojos sobresaltado.

Unas gigantescas nubes pintadas con un púrpura casi irreal, cruzaban los cielos silenciosas cubriendo hasta el último fragmento. Su mirada se perdió en la inmensidad de la lontananza y sus ojos recorrieron el océano que tenían delante. No había olas que rompieran contra la orilla, y al igual que su mente, todo permanecía en una calma absoluta en la que no había cabida para la duda o el temor. Estuviera donde estuviera, Eiadar sintió que allí el tiempo no existía y que todo lo que había a su alrededor vivía de un presente infinito tan imperturbable como las aguas de aquel mar de aguas oscuras. Desde el prado que coronaba aquella colina, recorrió toda la costa con la mirada y comprobó que la frontera que separaba la tierra del agua, era tan recta y precisa como si hubiese sido trazada con una regla. Hasta donde la tierra y el mar desaparecían en la lejanía, no eran más que dos frentes que se daban la mano y corrían juntos en paz y armonía sin olas que invadiesen la costa y sin cabos que atravesaran el mar como un cuchillo. Pronto comprobó que su anciano y gastado cabello no se mecía al son de ninguna brisa y que las briznas de hierba que servían de refugio a sus pies descalzos, permanecían impasibles como si nunca hubiesen sabido lo que era bailar bajo las órdenes del caprichoso viento.

Las agujas del reloj eran dos perfectas desconocidas en aquel oasis perdido en la inmensidad del mundo. En el más absoluto de los silencios, comprendió que la vida no era más que un conjunto de ideas que algún sabio con aires de grandeza nos había impuestos casi antes de nacer. Empujado por alguna fuerza que hasta entonces había permanecido dormida en él, comprendió que todo cuanto había vivido hasta entonces carecía de sentido y que cada momento que había considerado importante, no era más que una excusa para dejar pasar el tiempo y esperar a que la marea de los tiempos lo arrastrara hasta aquella costa. Por eso, cuando sus rodillas se clavaron en el suelo y sus ojos palidecieron ante la inmensidad del océano, dio gracias a los dioses por que le hubiesen regalado aquella oportunidad de viajar a donde las horas y los días no eran más que palabras tan vagas como aquellas que hablaban sobre cosas pasadas y pérdidas en la memoria. Con cuidado, dejo que sus piernas se recostaran en aquel verde colchón de césped.... y esperó.

Espero... no supo si mucho o poco. No supo si fueron días o tan sólo unos segundos. Ni siquiera si había pasado un solo minuto desde que las llamas de su propia hoguera lo habían arrastrado a aquel lugar en donde por encima de todas las cosas, estaba sólo. No había peces que se movieran por las oscuras y tranquilas aguas, no había aves que surcaran los cielos desafiando al inexistente viento, no había insectos que corretearan entre la hierba ni abejas que recogieran el polen de las pocas flores que crecían. Pronto se encontró con la mente repleta de preguntas para las que no tenía respuestas. Las oscuras nubes se movían sin parar recorriendo la costa, y no había ni una sola brisa que las empujara, la débil vegetación se alzaba impasible junto a él, y no había sol ni luz lo suficientemente poderosa para que las guiara. No hacía ni frío ni calor pues la temperatura parecía mantenerse en aquel punto ideal en el que no resultaba un problema. Además, por mucho que esperara, el sueño no se lo llevaba y en ningún momento sintió el lógico deseo de comer o dormir. Ni siquiera de beber.

Mientras seguía registrando la pálida línea del horizonte, concluyó que aquellas eran leyes que respondían a un mundo al que ya no pertenecía. Cuando su alma atravesó la barrera de llamas y dolor, había viajado hasta aquella costa en donde los sueños se evaporaban en un mar de nubes púrpuras y en donde todo era tan simple, que se zafaba de la lógica como un niño travieso y desobediente. Su estomago no se quejaba por el hambre, su garganta y su boca no le pedían el dulce frescor del agua. Ya no era más que una estatua de carne y hueso postrada en la cima de aquella colina condenada a observar el horizonte en busca de una señal que lo guiase en aquel monótono e inquebrantable silencio.

Tras lo que creyó que fueron horas de espera. Eiadar se puso en pie y caminó colina abajo dejando que sus pies descalzos acariciaran la superficie de aquella fina capa de hierba. Mientras se dirigía con decisión hacia el punto exacto en donde el agua besaba la costa. Sus ojos siguieron el recorrido que su sombra hacia tras él y se percató con cierto pánico, que esta no era más que un vago y casi imperceptible compañero. El sol no era más que un protagonista ausente, cubierto bajo una masa de nubes de color anormal. Pronto llegó a pensar, que probablemente ni siquiera estuviese allí, y que aquella luz pálida no era más que un punto intermedio entre todos los que allí había. Y es que, el agua moría en el punto exacto donde nacía la tierra formando aquella perfecta línea que dividía los dos mundos. Entre el frío y el calor, entre la tierra y el mar, entre la noche y el día, entre la vida y....

Llegó junto al agua y se detuvo dejando las puntas de sus dedos a pocos centímetros del agua. Esta ni siquiera hizo el amago de acercarse a mojarlo. El movimiento del agua era nulo y pronto se le antojo como un gran espejo impasible cuyo único cometido era reflejar el cielo que se abría sobre él. Tal vez esa fuese la solución al misterio, tal vez no fuese agua, sino un simple espejo gigantesco perdido en la inmensidad del mundo. Sólo había una forma de comprobarlo.

Lentamente, extendió una mano y la hundió en el agua atravesando la superficie. Atónito, comprobó que su temperatura era la misma que la de todo lo que tenía alrededor. Ni frío ni calor. Tan sólo el húmedo contacto del líquido elemento con su piel le decía que su mano seguía allí dentro. No hubo hondas que se abrieran hacia el interior del mar y no cayeron gotas de su mano cuando se apresuro a sacarla del interior. Sorprendido comprobó que esta estaba tan seca como cuando la había introducido y el agua permanecía intacta. Si un ogro hubiese decidido bañarse y chapotear en ella, probablemente el resultado hubiese sido muy parecido. Se pregunto que ocurriría si decidía beberla...

Fue a juntar las manos para recoger un poco de aquella sustancia con las manos cuando de pronto, una luz brilló en el fondo y una nítida imagen se proyectó en la superficie. Eiadar vio entonces a su hijo cabalgando a una velocidad endemoniada por las tierras que el mismo había gobernado. La tierra y el polvo se levantaba a su paso y los pocos animales que había en el sendero se abrían al paso del príncipe. Le dio un vuelco el corazón cuando recordó a su hijo y cuando pensó en todo por lo que habría tenido que pasar aquellos días. Su imagen se amplió y Eiadar pudo ver sin problemas como su hijo se aferraba a la crin de su corcel con las pocas fuerzas que le quedaban. Fue en ese momento cuando comprendió su error y se lamentó por haber osado siquiera considerar aquella idea. La vida no era tan sólo un camino tortuoso que había que recorrer por obligación. Era el mayor tesoro que nadie podía recibir jamás. Como un cofre repleto de tesoros brillantes en el que cada segundo era un diamante o una corona de incalculable valor. Ya nunca nadie podría borrar la huella que había dejado en la vida de todos los ciudadanos de su amada nación y su propio hijo sería la prueba de que los Atheldar seguían con vida y que a pesar de estar casi extintos, su sangre seguía siendo la más poderosa de todas las que había en aquella basta tierra de poderosos soles y recelosas lunas. Ahora, sus cansados ojos de anciano permanecían fijos en la sombra del corcel que atravesaba raudo la llanura cortando el viento y perdiéndose más allá. Estuviera donde estuviera, Eiadar sabía que su hijo regresaría de las sombras y se alzaría con la fuerza de su familia rugiendo en sus entrañas. Si tuvo o no miedo no lo demostró, y cualquiera que hubiese estado junto a él en aquel abismo sin nombre, hubiese podido ver en su rostro una determinación y una seguridad tan sólo propias de alguien que había llevado las riendas de cientos de vidas durante años. William se sentaría en el trono del que él había sido expulsado y pronto el mundo conocería al gran hombre en el que iba a convertirse.

Arrodillado junto a la orilla, Eiadar quiso hundir de nuevo su mano en las aguas para poder acariciar la imagen de su hijo cabalgando. Pero en ese momento, una sombra creció sobre el agua y la imagen desapareció al ser eclipsada por una figura que oculto parcialmente el cielo. Sobresaltado, el emperador cayó sobre el suelo y lo primero que alcanzó a ver antes de levantarse, fue una imponente vela que desafiaba al inexistente viento colgando de un mástil de varios metros de altura. Apenas era una embarcación para media docena de personas, pero en medio de aquella costa desolada y aparentemente abandonada, a él se le antojo como un castillo flotante. Su casco permanecía completamente inmóvil y en ningún momento, mientras lo contemplaba atónito, lo vio balancearse lo más mínimo. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Había pasado tanto tiempo contemplando a su hijo que no se había percatado de su llegada? El tiempo en aquel lugar parecía ser una dama tan caprichosa como ausente y no era una locura afirmar que podía haberse pasado horas contemplando a William sin ni siquiera darse cuenta de ello.

Durante un minuto que se le antojó eterno (aunque pudo ser cien veces más o cien veces menos, sólo los dioses podían saberlo), Eiadar se puso en pie y vio como una rampa de madera caía desde la cubierta hasta tierra firme sin apenas hacer ruido. En cubierta asomó un hombre que inevitablemente despertó la curiosidad del emperador. Era al menos tan alto como él y su largo cabello canoso caía hasta sus hombros ocultando parcialmente unos ojos pintados con un místico azul pálido. A pesar de que aquellos atributos podrían haber sido asociados a una persona de mayor edad, comprobó gracias a su rostro desprovisto de arrugas y a su figura erguida y firme, que aquel hombre no debía de tener más de treinta años. Iba ataviado con una túnica de marinero no muy diferente a la que vestían los guardias de Ortupai en las largas noches de verano. Al mirar a aquel extraño a los ojos, sintió un breve aunque intenso ramalazo de nostalgia que lo devolvió a su juventud entre los barcos de la antigua ciudad costera. Recordó las largas tardes correteando entre los botes varados en la playa y las noches de agosto tumbado en la playa dejando que sus ojos se perdieran en la inmensidad del cielo estrellado. Lentamente, y sin dejar de mirar a Eiadar directamente a los ojos, el hombre bajó por la rampa y le estrechó la mano. Una mano tan cálida como agradable

-Le presento mis más sinceros saludos emperador -dijo con una voz jovial y agradable que alejó cualquier duda sobre si era o no peligroso- estábamos esperándolo.

Hizo una breve pausa y esgrimió una débil sonrisa. Eiadar quiso hablar, pero aquel hombre se le adelantó.

-Si claro -dijo- ya sé lo que va a decirme. ¿Qué hago aquí? ¿Donde está todo el mundo? ¿A donde voy? ¿Qué ha ocurrido? ¿Quién es usted...?

Aquella vez fue Eiadar el que lo interrumpió.

-Todo eso ya lo sé. Décadas de plegarias a los dioses que tanto amo me han preparado para este día y este momento. No negaré que Haria me ha impresionado un poco pues no esperaba que fuera así ni mucho menos, pero no tengo miedo y se perfectamente lo que debo hacer.

-Sin embargo te equivocas en una cosa. Esto no es Haria.

Sorprendido, Eiadar lanzó una mirada alrededor como si fuese la primera vez que veía aquel lugar.

-¿Y donde estoy?

El desconocido sonrió y dibujó en su rostro un semblante soñador.

-Entre aquí y allá. Entre esto y lo otro. En el espacio que hay entre los dos salientes del acantilado. En el escudo que separa la espada del cuerpo. En el lugar donde el cuerpo queda atrás y sólo queda lo que es puro. En donde la vida y la muerte se dan la mano formando un puente hacia el más allá. Su nombre... nadie lo sabe con certeza y muy pocos encuentran el valor necesario para buscarle el adecuado. Cada uno utiliza el suyo propio y se lo calla temeroso. Tú puedes hacer lo mismo o puedes atreverte a divulgarlo pero eso es algo que debes decidir tú. Mientras tanto déjame decirte que mi nombre en vida fue Ilias y que tras mi muerte y mi ingreso en los navegantes, decidí conservarlo. Todo el mundo cuando llega a Haria puede elegir si conservar el nombre con el que era conocido en vida o comenzar una nueva vida con uno diferente. Personalmente espero que usted conserve el nombre que le ha otorgado fama y fortuna pues ya es toda una celebridad en los jardines de Haria.

Eiadar sintió que el corazón le daba un vuelco al escuchar aquellas palabras.

-Así será.

Dicho aquello, y sin necesidad de más explicaciones, Ilias guió al emperador hasta la nave. Esta permaneció impasible al aguantar el peso de ambos y no tardó en preguntarse como demonios iba a moverse aquella barca que carecía de viento que la empujase ni de corrientes que la arrastraran hacia el mar.

-Sé lo que vas a preguntarme -dijo Ilias anticipándose a su pregunta- todos lo hacen. Pero tranquilo, solo debemos esperar a la señal.

No hubo terminado de pronunciar aquella frase cuando de pronto, una pálida luz brilló en la lejanía.

-Allí es a donde nos dirigimos -anuncio Ilias agarrando con firmeza el timón del bote- incluso en los días sin fin, un barco necesita de un faro que lo guíe hacia la inmensidad y lo ayude a pisar la tierra que tanto ama. La luz de Haria nos guiará desde ahora hasta el fin de la travesía y ella será nuestro lucero del alba cuando el resto de luces se hayan apagado.

De pronto Eiadar se percató de que las velas del bote se movían al son de una potente aunque agradable brisa que mesaba su cabello y lo acariciaba devolviéndole parte de la vida que había perdido en aquel lugar. Las briznas de hierba que ahora dejaba atrás, habían comenzado a bailar al son de una misma melodía silenciosa que parecía haberse apoderado de todo el valle e incluso alcanzo a ver en el aire pequeños dientes de león que se dejaban arrastrar por el viento hacia la inmensidad de las aguas. Todo aquel lugar parecía haber despertado de un letargo casi infinito y Eiadar sonrió al pasar la mano por la cubierta y darle la espalda a aquella tierra que no volvería a pisar.

Dejaba atrás muchas cosas, algunas tristes y tan crueles que podrían haber envenenado el corazón de un demonio. Algunas habían sido complicadas y a punto habían estado de costarle su sano juicio. Sin embargo, no tardo en pensar en William y en todo por lo que había tenido que pasar hasta el día en el que pudo abrazarlo por primera vez. Ahora que todo había vuelto a calmarse. Sintió que su alma regresaba al silencio de la que había brotado años atras y conforme el bote abandonaba la costa, sintió que se apoderaba de el un agradable sueño al que llevaba años deseando regresar. El sendero se trazaba ahora por recodos y atajos que no habían sido construidos para él y en vez de quedarse sentado en la vera del camino esperando el fin de la eternidad, debía perderse entre la maleza y forjar su nuevo destino. No tuvo miedo, y sólo deseó que nadie llorase su muerte cuando esta llegase a oídos de sus seres queridos. Por un momento, quiso abandonar el bote y lanzar su cuerpo a las aguas para hablar con ellos y decirles que estaba bien, que no pasaba nada, que simplemente las páginas del libro se habían cerrado para él y debía despedirse. La paz acariciaba su cansado y gastado corazón y en lo más hondo de su ser, entendió que había llegado la hora de decir adiós.

Lentamente, y sin que Ilias lo viera, sacó de su bolsillo un pequeño pergamino en donde escribió con un trozo de carbón unas palabras que se guardó para sí mismo y nadie más. Alzándolo en la palma desnuda de la mano, el viento se llevó el pergamino y este no tardó en hundirse en las aguas del mar.

-Todo cuanto deseo decir y no he dicho esta ahí pequeño -dijo en un susurro casi imperceptible- ahora he de seguir adelante y caminar con la única esperanza de que llegue el día en el que podamos reencontrarnos. Que la fortuna guíe tus pasos y el valor te cubra las noches de frío. Tu padre ya no está contigo, pero si alzas la vista al cielo y piensas en mí, no estarás solo. Sé que te convertirás en el hombre que siempre he deseado que seas. Te quiero hijo mío.

Eiadar cerró los ojos con fuerza y deseó que aquellas palabras atravesasen el firmamento.

-No te olvidaré William. Hasta siempre.

2 comentarios:

  1. Ehhh se puede? jeje. Me encanta tu estilo, sencillo y limpio felicidades!! continua así Iker. Besotes compi blogero.

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