sábado, 2 de abril de 2011

La Cacería Del Cuerno Blanco (Prólogo) "La Llamada De La Torre Blanca"


La noche cayó sobre Heren ocultando el mundo bajo su negro manto de tinieblas y oscuridad. Las diminutas centellas que brillaban en el cielo eran el único vestigio de la luz que horas atrás había terminado con el crepúsculo. Las tinieblas habían traído consigo un viento desapacible que ahora mecía las copas de los árboles como si fuesen acariciadas por una gigantesca mano invisible. Negras nubes patrullaban por el techo del mundo ocultando el firmamento bajo una capa de impenetrable oscuridad tan sólo adornada con la débil neblina de la madrugada. Esta se extendía a lo largo y ancho del bosque regalando gotas de rocío a las briznas de hierba que surgían de la dura tierra y se enfrentaban a las inclemencias de aquellas duras e inhóspitas tierras. Todo el que se aventuraba por aquellos parajes desolados, sabía que estaba danzando una siniestra danza con la muerte en la que había pocas posibilidades de salir con vida. Los senderos eran maltrechos y pedregosos y en sus rincones más oscuros aguardaban lobos y otras bestias sin nombre cuyo único propósito era devorar a aquellos insensatos que se aventurasen por sus dominios. La oscuridad lograba ocultar en su seno bestias del inframundo y animales tan crueles que podría confundirse su marchito corazón con un pedazo de carbón. Pocos eran los que se quedaban allí a dormir y los que lo hacían sabían que tenían muchas posibilidades de no despertar nunca más.

Sobre aquel mar de árboles, y flotando en la bruma como una pequeña isla perdida en un océano de tinieblas, había una torre. Incluso a través de la negrura de la noche podía distinguirse su resplandor blanquecino, pues la fuerza y el brillo que emanaban cada una de sus piedras era tan sólo comparable con la luz que dejaban los ángeles tras su vuelo majestuoso. La estructura se erguía imponente en la soledad de la noche emulando a un silencioso guardián de armadura blanca como la nieve de las cumbres que rodeaban aquel paraje perdido y silencioso. No había en toda la atalaya ni una sola grieta ni desconchado que evidenciara el paso del tiempo y si algún viajero de tierras lejanas hubiese puesto los pies en ella, no habría tenido forma humana de saber que esta llevaba más de un milenio en aquel mismo lugar. Las sombras de la noche parecían evitar acercarse demasiado y la bruma la rodeaba sin ni siquiera rozarla. Algunos la llamaban la eterna defensora y otros la luz del horizonte pero en todo Heren podía hablarse de ella llamándola simplemente "La Torre Blanca". Guardiana de todos los guardianes y construida en aquel lugar por una única razón.

En su cúspide unas pequeñas antorchas brillaban bajo la atenta mirada de sus silenciosos guardianes. Ithadar se arropó en su roja capa y se encogió sobre el suelo de la atalaya. El viento golpeaba allí con más fuerza que en ningún otro sitio y el frío con el que le golpeaba, le hería la piel y le arañaba el corazón como el aliento de un lobo. Casi inconscientemente, sus manos buscaron refugio en la profundidad de los bolsillos del traje de guardián y cuando una corriente de viento inesperada volvió a golpear la torre, Ithadar se resignó a lo inevitable y se puso en pie desafiando a las inclemencias de aquella noche sin luna. Se asomó a la muralla de piedra y sus ojos se perdieron en la inmensidad del bosque que se extendía a los pies de la torre. Estaban perdidos en la noche y alejados de cualquier rastro de civilización. Tan sólo media docena de hombres vigilaban aquel asentamiento y muy pocos más recordaban su existencia más allá de aquel valle. Si en algún momento alguien hubiese querido apoderarse de la torre, no habría encontrado más resistencia que la de un puñado de guerreros medio congelados. Pero Ithadar no tembló al cavilar en esa remota posibilidad, no era ese su deber. Habían sido enviados por el emperador Eiadar hasta la torre blanca con un único objetivo y ese no era defenderse de hombres codiciosos o trasgos de mirada aviesa.

En la oscuridad de la noche, buscó la seguridad de su lanza y la apretó lentamente contra su pecho dejando que la madera calentase su cuerpo castigado por el frío. Los árboles parecían mecerse al son de una única orden como si formasen parte de una numerosa bandada de pájaros que se movían al unísono por los aires. Sus ramas crujían y su madera gemía como si tuviese vida propia y a Ithadar le trajeron recuerdos de batallas perdidas en la inmensidad de sus recuerdos. En ellas aparecían regimientos de hombres caminando en cuadrados perfectos como si fuesen uno. Aquellos árboles, por alguna razón que no alcanzaba a entender, le traían a la mente a aquellos hombres que instantes después perdieron la vida en el duro suelo de la tierra que con tanto ahínco defendían. Pronto se sintió como si tuviese a sus pies a un ejército que rugía furioso sustituyendo el ruido de las armas por el entrechocar de las ramas, y los gritos, por el aullido del viento al soplar junto a los troncos de aquellos pinos de madera oscura como la noche que los envolvía. El vigía sacudió la cabeza furioso consigo mismo. Ya hacía tiempo que debería haber olvidado todo aquello. Ya no era un soldado, ahora el deber lo había empujado a otros menesteres y la sangre y el dolor habían pasado a ser los protagonistas de sus marchitos recuerdos.

Lentamente alzó la vista y contempló la pila de maderos que descansaban en una dorada plataforma que se erguía sobre él. Aquella almenara era ahora todo cuanto debía preocuparle en la vida y su juramento ante los pies del mismísimo emperador Eiadar lo obligaba a permanecer junto a ella hasta que sus ancianos ojos se cerrasen por el peso de la edad. Ya no había un pasado en el que perderse ni batallas en las que preocuparse. Su espada ya no se hundiría en la carne de ningún enemigo dominado por la codicia y el deseo de poder, su escudo ya no recibiría los golpes de los incontables infelices que osaban alzar su deshonrosa lengua en contra del emperador que los había sacado de la pobreza y sus ojos ya no verían nunca más el glorioso y bello estandarte de Heren ondear al son del viento del campo de batalla. Cuando aquel sobre dorado llegó a sus manos y sus temblorosos parpados recorrieron la pulcra letra del puño del emperador, su corazón dio cientos de vuelcos por el orgullo que sentía ante la labor que le acababan de encomendar. Ya no habría más batallas, ni más sangre a su alrededor ni siquiera más amigos ni familiares que ver perecer en la fría batalla. Más tarde pensó en su amada, y en que no volvería a ver su dorado cabello bailar bajo el sol de la tarde ni siquiera el tacto de su piel rozando sus manos y la punta de sus dedos. Lloró por la despedida y escribió poemas desgarradores que atravesaron su alma en cientos de cicatrices incurables. Pero al fin, una mañana de mayo, cogió las riendas de su corcel blanco y partió hacia la capital en pos de un destino incierto a la vez que emocionante. Ahora su única familia eran los compañeros vigías de aquella solitaria atalaya blanca y su único deber y objetivo en lo que le restaba de vida era otear el horizonte a la espera de que llegase la señal que le haría subir los blancos escalones para prender la almenara de la torre y advertir al mundo entero de que sus vidas iban a cambiar tal vez para siempre.

Al volver a ver en su mente la imagen de la mujer que durante tantos años había amado y deseado, una oleada de furia recorrió sus entrañas y lo empujó a cerrar el puño sobre su rojo traje de soldado y arrancar el escudo de su nación. Rápidamente se arrepintió de lo que acababa de hacer. Con las manos temblorosas, abrió lentamente los dedos y en la palma de la mano vio el símbolo que le habían enseñado a amar, respetar y defender desde que apenas sabía gatear. Lanzó miradas de nerviosismo alrededor y resopló aliviado al comprobar que nadie lo había visto realizar ese gesto tan indigno de un soldado del emperador. Reuniendo el poco disimulo que había adquirido durante sus años de soldado, guardó el escudo en uno de los bolsillos de la capa y disimulo el agujero con un leve movimiento de esta. Ya habría tiempo de arreglar aquel estropicio más tarde, ahora debía serenarse y seguir vigilando hasta que su turno terminase. Con un poco de suerte, conseguiría rescatar una aguja y un dedal de su habitación y conseguiría repararlo. Pero a ella... su recuerdo no se borraría tan facil como se arreglaban los desgarrones de las fragiles camisas que el imperio había tejido para ellos. Si quería mantener la dignidad y la mente fría en aquel inhospito y desolado lugar del mundo, debería comprender, en lo más hondo de su ser, que ya no volvería a verla, y que nunca más volvería a sentir el tacto de sus labios en los suyos. Ahora su único amor era su trabajo y el pago que recibiría a cambio sería morir sabiendo que había vivido por ideales por los que merecía la pena y vivir y morir. O eso era al menos, lo que quería creer.

Tras varias horas de silenciosa y triste vigilia, un girón de nubes mostró un resplandor en el cielo y la sonrisa de la luna surgió de entre las sombras mostrando su infatigable brillo blanquecino. Como si aquella fuese la señal que hubiera estado esperando, la torre entera se iluminó al reflejar la luz del astro nocturno y brilló en la inmensidad de la noche como un faro que arrojaba su señal más allá de las olas y el horizonte. La torre blanca brilló en todo su esplendor saludando de esta manera a la luna que tantas noches había pasado ausente viajando por cielos en los que no estaban ellos. Como si fuesen la presa de una maldición, las sombras del bosque se retiraron hasta los rincones más desconocidos y tenebrosos y el corazón de la noche pareció librarse un poco de aquel lastre de penumbras y dudas que lo había asolado durante tanto tiempo. En aquel instante, al igual que en muchos otros Ithadar comprendió porqué había aceptado realmente aquel trabajo y una sonrisa brilló en su pálido y congelado rostro. El honor y la gloria eran ideaes que sin duda engrandecían el espíritu de cualquier mortal, pero en lo más hondo de su ser, el sabía que no era la razón que lo había arrancado de los brazos de su amada y lo había puesto en aquella isla de soledad y dudas. El estar en el centro mismo de una leyenda, y sentirse parte de algo que siempre se había considerado fantástico e inimaginable, aquello era lo que de verdad le había hecho reaccionar. Desde que oían historias de guerreros en su más tierna infancia, todos los niños deseaban convertirse en héroes y velar por sus seres queridos y amigos. Sin embargo, la mayoría de ellos acababan encerrados en trabajos de agricultura y pesca y muy lejos de las fantasías que los habían embrujado en la juventud. Él en cambio, habían logrado alcanzar su sueño y ahora estaba en un lugar de leyenda a la espera de que el mito más grande de la historia de Heren hiciese su aparición.

Claro que, en ningún momento pensó, en que este fuese realmente a suceder...

La pálida silueta de la luna se filtró entre las altas copas de los árboles e ilumino la débil neblina que flotaba como un fantasma entre los troncos de los árboles. Las raíces que se alzaban del suelo apenas asomaban por encima de aquella capa blanca como la nieve e Ithadar supo que cualquiera (hombre o animal) que hubiese querido acercarse hasta la torre, lo habría logrado sin problemas arrastrándose por el suelo y utilizando la niebla como escudo. Unos grandes ojos de lechuza lo miraron desde la copa de un árbol y el vigía se apartó del borde de la torre agarrando con más fuerza la lanza contra su pecho cubierto del acero de la armadura. Había algo en el aire que lo empujaba a sospechar y a temer de la penumbra que los rodeaba. Aquella torre era una isla de luz en un océano de tinieblas y peligros. No tardaría en llegar la noche en la que se verían cubiertos por una lluvia de flechas y un pantano de lanzas y antorchas malintencionadas.

Ithadar arrojó la lanza al suelo y suspiró. Fue entonces cuando lo vio.

El vigía apartó la mirada de la lanza y la dirigió hacia las cumbres que se erguían imponentes en la lejanía. Rocas negras aparecían aquí y allá luchando por asomar bajo la imponente capa de nieve que las cubría y en las cumbres, las afiladas piedras se abrían hacia el infinito como si quisieran tocar las lejanas estrellas. Fue entonces cuando le llegó un débil resplandor que parpadeó de forma confusa durante unos segundos. Al principio, creyó que tan sólo eran imaginaciones suyas provocadas por el cansancio. Pero pronto comprendió que aquel resplandor era tan real como él mismo. Era, tan brillante como bella saltando entre las sombras como si fuese una estrella caída del mismísimo techo del mundo. Durante unos segundos Ithadar permaneció en silencio y tan pálido que podría haberse confundido con las piedras de la torre. Sus ojos recorrían maravillados aquel punto de luz que descendía por las pronunciadas laderas de la lejana montaña y apenas parpadearon hasta que minutos después aquella diminuta estrella se perdió entre la maraña de árboles titilando entre las ramas y las hojas.

Fue entonces cuando por fin Ithadar reaccionó.

-!Isilwen! -gritó el vigía corriendo por la plataforma de la torre blanca- !El errante ha llegado! !Isilwen está aquí! !Que prendan las almenaras!

La torre blanca se convirtió en un hervidero de soldados que subían y bajaban por las escaleras y se encaramaban a las ventanas y balcones para otear el horizonte a través de sus ojos adormecidos. Algunos aún llevaban los pijamas puestos y la mayoría desafió a la gravedad peleando por encontrar un hueco por el que mirar hacía la lejanía que había bajo ellos. Para entonces aquel resplandor ya se había perdido en la inmensidad del bosque y se había filtrado a través de la neblina haciendola brillar como si toda la tierra fuese una caldera que rugía bajo una maraña de árboles. La noche entera pareció desaparecer y todo el valle resplandeció presa de un encantamiento tan antiguo como el propio tiempo. Durante unos segundos, los guardianes permanecieron en silencio viendo como aquel resplandor avanzaba por el bosque iluminando todo a su paso e hipnotizándolos con su luz blanca como la nieve de los montes de los que provenía.

Ithadar fue el primero en reaccionar.

Con su mano derecha cogió una de las antorchas que pendían de las argollas y corrió escaleras arriba manteniendo el fuego por encima de la cabeza. Haciendo terribles esfuerzos por no mirar a aquel resplandor que ahora gobernaba todo el bosque, el vigía llegó hasta la dorada plataforma en la que descansaban los maderos que ellos mismos habían colocado. Durante unos segundos se preparó para lo que iba a hacer e incluso se permitió un instante para reflexionar. Aquella almenara no había ardido en casi quinientos años y ahora volvería a hacerlo para alertar a todo Heren. Él, Ithadar hijo de Daradar, iba a pasar a los anales de la historia por ser el hombre que volvió a prender la llama de la gloria y la esperanza. La guerra y el sufrimiento eran ahora problemas del pasado que no debían ni merecían ser recordados. Fue en ese momento, mientras la antorchaba volaba hacía la pila de maderos, cuando supo que las noches en vela habían merecido la pena. Su leyenda había comenzado.

La hoguera ardió en cuanto la antorcha se perdió entre los troncos y una llama de varios metros de altura se elevó en el cielo de la noche. El bosque brillaba ahora como si tuviera vida propia y la torre blanca respondió al fulgor elevándose en la noche como un gigantesco fantasma. Todo el valle resplandecía y las sombras murieron en los rincones o viajaron hasta más allá de las montañas a donde nada ni nadie podía verlas. Y desde el impenetrable brillo del bosque, Ithadar percibió el inconfundible sonido de cascos cabalgando hacia la inmensidad de la noche. Rindiéndose a lo inevitable, se giró hacia aquella luz y sus ojos se perdieron buscando un punto fijo al que agarrarse en aquel mar de luz. Fue entonces cuando una crin se sacudió en la lejanía y unos ojos negros le miraron atravesando la distancia como el más afilado de los cuchillos. Y entonces, tan repentinamente como había surgido, la luz desapareció.

Ithadar cayó al suelo de rodillas junto a la hoguera que el mismo había prendido. El calor le llegaba hasta los huesos y le calentaba el alma alejándolo de la crudeza del mundo. Aquella llama majestuosa volvía a arder medio siglo después y ahora Heren entero temblaría ante los acontecimientos que estaban por venir. Dejó que su espíritu se reconfortara con aquella flamígera visión tan sólo propia de las mágicas noches de la antigüedad. Se puso en pie y caminó lentamente alrededor de la plataforma dorada que acogía aquella hoguera. Entonces recogió su lanza del suelo y miró más allá de las montañas en busca de la señal. Instantes después, una segunda llama prendió de la cima de una lejana montaña e Ithadar resopló aliviado al saber que su mensaje había sido recibido. Una débil columna de humo se elevó hasta los cielos y segundos después, en algún punto de la lontananza, el vigía creyó ver una tercera llama danzando al son del viento.

Una sonrisa se dibujó en sus labios cuando el cielo se inflamó de un leve tono rojizo. El nuevo día había llegado a Heren y con él, unos diminutos copos de nieve que fueron a parar a la palma de la mano entreabierta del soldado. El invierno había dado sus primeras señales de vida y pronto todo Heren se cubriría de una gruesa capa de nieve tan blanca como la luz que había alumbrado el valle instantes atrás.

Sin abandonar aquella sonrisa, Ithadar bajó de la plataforma y fue a reunirse con sus compañeros. Lo que él no sabía, era que aquella nieve, que tanto tiempo había esperado, no tardaría en mancharse con el rojo de la sangre.

4 comentarios:

  1. no sé lo que me ha pasado con tu texto. Lo leo pequeñísimo y como no entiendo nada de estas maquinitas, tendré que pedir ayuda

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  2. si lo ves tan pequeño puedes probar a copiarlo y abrirlo en un word y aumentarle el tamaño. De todos modos no se porque lo ves tan pequeño

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  3. Ahora bien! La ayuda ha llegado!
    Madre mía qué facilidad tienes para escribir.Bueno, eso parece

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  4. eso parece? jajaj
    no te creas q al principio he tenido una fase en la q no me valia ningun parrafo como adecuado para empezar
    pero creo que ha quedado potable

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