sábado, 18 de diciembre de 2010

Epitafio A La Gloria


En el templo de los cielos, se encuentra grabado en piedra el epitafio de aquel que en otra época fue conocido como el soldado sin rostro. Legendarias fueron sus hazañas y con orgullo fueron cantadas y narradas en versos inolvidables. El paso de los años hizo que sus hitos reales se confundieran con aquellos pertenecientes al mundo de la fantasía, convirtiendo así su figura en una leyenda. Miles de batallas libró sobre su corcel dorado e incluso hoy día es considerado como uno de los hijos predilectos de los dioses. Jamás dirigió a ningún otro hombre al corazón de la batalla, más nadie osó contradecir a todo aquel que dijera que fue el guerrero más poderoso que jamás hubo en el reino de la luz. Dicen las lenguas más sabias, que sus últimos días los pasó sentado en una roca sobre una de las montañas más lejanas del horizonte de Heren. Cuentan que sus ancianas manos grabaron en la tierra una carta que aún hoy se conserva grabada en su lápida.

Mis ojos tejen sombras al perderse en la inmensidad de la campiña que ahora
contemplo henchido orgullo. Los días en los que fui el terror de las sombras, han
volado ya hacia los castillos del pasado, y sin embargo, mis manos aún tiemblan de
emoción por la gloría ya vivida. El cuerpo que abriga mi intrépida alma, está
demasiado marchito como para continuar con la guerra santa que yo mismo inicié
años atrás. Nada puede empujarme ya al lugar donde cantan las trompetas y danzan
los estandartes. La única emoción que le resta a mi ajada vida, es la de ver como el sol
muere en la lontananza mientras mi mente recuerda que hubo días en los que el
mismísimo dios del averno derramó lágrimas de pena al ver a sus hijos caer bajo el filo
de mi espada. He olvidado ya la ira y el dolor. Tan sólo me queda el orgullo de saber que
la tierra que ahora contempló se haya bañada por la sangre de los injustos y los crueles.
Cierro mis parpados cansados y exhalo mi último aliento en la esperanza de que este me
lleve a nuevos valles que defender y a flamantes horizontes en los que perderme.
No habrá violines en mis exequias, ni gaitas sagradas que velen el descanso de mi tumba
pero mi espíritu canta de alegría al pensar que los dioses recibirán, con la
más dulce, de las serenatas al campeador más noble jamás habido en este mundo.

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