martes, 25 de enero de 2011

A Las Puertas De La Gloria

La batalla arreciaba. El estruendo de los cañones seguía resonando por todo el valle haciendo retumbar las briznas de hierba que se salvaban de ser aplastadas por las botas de los pesados guerreros de la legión negra. Los regimientos de los salvajes guerreros estaban ya a tan solo trescientos metros del frente de batalla humano.

El maestro espadachín del decimotercero regimiento resopló angustiado. Su estrategia se había basado únicamente en disparar y esperar. Muchos habían confiado en que la pólvora los sacara de aquel embrollo, pero estaba claro que aquella batalla firmaría su final en el enfrentamiento directo. Ya no había nada que hacer. Por mucho que los diestros maestros artilleros abrieran brechas en las líneas enemigas, siempre aparecían más guerreros para suplir la baja de los caídos. Eran demasiados como para frenar su avance de manera tan sencilla.

Todos los presentes en la primera fila de combate eran un manojo de nervios. Las miles de horas de concienzudo y especializado entrenamiento parecían no servir de nada a la hora de la verdad. Por mucho que se hubieran intentado mentalizar de la crudeza de una batalla real, en ningún momento habían llegado a pensar que esta fuera tan espeluznante.

Los guerreros olvidados resoplaban ansiosos por entrar en combate mientras ellos deseaban con toda su alma que algún fusilero acabase con su vida ante de que llegasen a donde ellos ¿Qué era lo que les había ocurrido? ¿Cuándo habían perdido los guerreros de Magmar aquella determinación que los había acompañado en las cientos de batallas que habían librado?

El maestro miró alrededor. Lo que vio no mejoró mucho su ánimo. Él era un guerrero experimentado y a duras penas conseguía calmar el miedo y los nervios. Pero a los soldados más jóvenes e inexperimentados no les resultaba tan sencillo. Muchos de ellos tenían la cabeza agachada y rezaban oraciones en voz baja con la esperanza de que estas les ayudasen en el combate que estaba por venir.

<>-pensó el maestro.

Que el supiera las oraciones no habían salvado la vida de nadie en medio del frenesí de un combate. En la guerra lo único que perduraba era la habilidad con la espada y el poder para mantener la cabeza lo más fría posible. Aquellos jóvenes no sabían nada. Tenía que ayudarles de alguna manera.

-¡Salve al emperador! –gritó el maestro alzando su espada al cielo.

-¡Salve! –gritaron varias docenas de voces nerviosas.

Aquello no servía. Estaba claro que hacer mención al emperador no era suficiente para animarlos. El enemigo se les echaba encima y no podía permitir que sus hombres entraran al combate con aquel penoso estado de ánimo. Tenía que pensar algo, y rápido.

De repente tuvo una revelación. Era una locura, un suicidio. El maestro espadachín sabía que si no le salía bien sería su muerte estaría sentenciada. Pero por otra parte, valía la pena intentarlo. Tal vez así consiguiera motivar a sus guerreros para la batalla.

Abandonó la formación y se acercó al portaestandarte que estaba de pie a pocos metros de él.

-¿Qué ocurre? –preguntó este al verlo acercarse –vuelve a tu posición.

El maestro hizo un gesto negativo.

-Vamos a cargar –dijo.

El portaestandarte lo miró incrédulo.

-¿Has perdido el juicio? Las órdenes de Gabriel han sido claras. Tenemos que aguantar aquí y resistir su carga para dar tiempo a los fusileros a que disparen.

El maestro volvió a hacer un gesto negativo.

-Si el enemigo se nos echa encima en estas condiciones moriremos todos –dijo severamente.

-¿Y crees que atacando nosotros se motivarán?

-Estoy convencido de ello. Si nos quedamos agazapados esperando a que nos maten, lo único que conseguiremos es incrementar el miedo de nuestros hombres. Tenemos que llevar la iniciativa del combate. Tenemos que atacar todos juntos, como una piña.

El portaestandarte lo miró con gesto extremadamente severo.

-No atacarán sin su estandarte –dijo simplemente -esta bandera lleva grabado el símbolo del valor y el orgullo del reino de Heren. La necesitan para luchar. Sin él estarán perdidos.

-Pues entonces, tendré que llevármela.

Acto seguido, el maestro soltó un directo a la cara del portaestandarte dejándolo grogui en el suelo. Sin esperar la reacción de nadie, lo cogió con ambas manos y se lanzó al ataque con un atronador grito de guerra.

Los soldados se miraron incrédulos. No daban crédito a lo que veían. Las órdenes de Gabriel y el príncipe Izan habían sido claras: Tenían que mantener la posición a toda costa ¿A qué venía ahora ese repentino cambio de planes?

Al principio no se movieron, pero entonces vieron la brillante luz del sol iluminando el estandarte al que durante tantos años habían jurado lealtad y respeto. El icono que los llenaba de orgullo y satisfacción corría en solitario a la guerra junto con su portador, y no podían permitir que aquello ocurriera, Defenderían su reino y su bandera con todo su corazón y darían la vida por ello si era necesario.

-¡Por Heren! -gritó la voz del maestro de armas varios metros por delante de ellos.

Sin pensárselo más veces, los espadachines desenvainaron sus espadas y se lanzaron colina abajo con sus cabellos reluciendo al viento y el corazón henchido de orgullo por defender la nación y el modelo de vida que durante tantos años habían disfrutado. Todos ellos, tenían algo mucho más importante que defender que sus propias vidas. Algo más importante que cualquier otra cosa del mundo. La libertad.

Y así, guiados por el gigantesco estandarte de Heren, los valientes guerreros entablaron combate con aquellas bestias inhumanas. En el mismo tablero se enfrentaban dos ejércitos. Pero por encima de todo se enfrentaban dos formas diferentes de ver y entender la vida y la existencia en aquel mundo. La victoria para el bando humano seguía pareciendo lejana e inalcanzable, pero ahora, después de aquel ingenioso movimiento, estaban un poco más igualados.

<>-pensó el maestro de armas mientras se lanzaba contra la ingente masa de guerreros que formaban la legión negra-<>

No hay comentarios:

Publicar un comentario