lunes, 21 de marzo de 2011

Balada De Acero Y Sangre I "La llegada de Frederick"


El sol se levanto majestuoso en el azulado horizonte del mar y como si lo hubiesen acompañado desde los confines del mundo, unas velas blancas surgieron en la lejanía. Mientras se desperezaba lanzando rayos de luz contra la costa, el barco siguió brincando sobre las aguas como un vivo corcel de madera. En su casco había dibujado un escudo símbolo de una nación lejana que nadie fuera de aquella embarcación conocía. La proa estaba coronada por una majestuosa escultura de una sirena que portaba sobre sus manos desnudas un ramo de flores cuyo color era imposible adivinar tras años de recibir el incansable azote del viento de los mares. Justo tras ella y coronando el navío con una pose que desafiaba a la gravedad de aquella precaria embarcación, iba un joven de rubios cabellos y ojos tan verdes como los prados en los que ahora se perdían. Las blancas mejillas hablaban de tierras heladas en las que pocas veces brillaba el sol y sus brazos largos y fuertes eran propios de un guerrero poderoso que había blandido su espada en páramos gobernados por el odio y el olvido. Su mirada se perdía allá donde las olas morían en la arena y sus mejillas se dejaban acariciar por la brisa matinal mientras sus sentidos se deleitaban con el olor a salitre y el reflejo dorado del sol en la espumosa agua que rompía contra el casco del barco. En el borde del mar surgía un a ciudad tan magnífica y espléndida como las antiguas metrópolis de las leyendas. Aquí y allá podían verse edificios blancos como la nieve de las cumbres y en lo alto de una colina, un gigantesco castillo le sonreía al nuevo día a través de sus relucientes torreones. Sus jóvenes ojos no le alcanzaban para ver más allá de la gruesa muralla que rodeaba la ciudad y sin embargo, pudo adivinar como multitud de habitantes y comerciantes discutían a pie de calle el precio convenido para los artículos. Soldados de cota malla plateada patrullarían por las calles, los ancianos descansarían en las esquinas y los vagabundos se esconderían en los callejones con la esperanza de recibir una limosna. El joven sonrío complacido, la vida se alzaba ante él como una flor se abría temblorosa al nuevo día dejando que la luz acariciase sus pétalos blanquecinos.

-Buenos dias joven Fréderick -dijo una voz a su espalda- En menos de una hora tomaremos tierra en Heren. Esta será nuestra primera parada en el continente de Heren y sin embargo no nos detendremos a hacer negocios en el puerto de Barloburgo. Si usted está de acuerdo lo dejaremos en la playa y partiremos hacia el oeste bordeando la costa hasta la próxima ciudad costera.

-Dígame una cosa capitán -respondió el joven que respondía al nombre de Fréderick- ¿Porqué un comerciante tan reconocido como usted se niega a dejar su barco en uno de los mayores puertos del imperio? ¿Acaso las riquezas que pueda encerrar en sus calles no son suficientemente tentadoras para un hombre de su avaricia? Tal vez yo sea demasiado ingenuo pero no puedo evitar pensar que tal vez tenga alguna especie de cuenta pendiente con los guardias de la ciudadela. Seguro que su intachable vida como comerciante y mercenario del mejor postor lo ha convertido en carne de cañón para las fuerzas de la ley y el orden. No sé que pensarán sus hombres pero yo desde luego no he pasado por alto los sacos de oro que hay en la bodega inferior y que llevan el sello de los pueblos libres del este de Heren. Por favor no me malinterprete, no soy una persona desconfiada por naturaleza, y no diría estas palabras si el instinto no me dijese a gritos que esas monedas se han reunido con la sangre de hombres más débiles que usted.

El capitán se detuvo azorado. Durante unos segundos se quedó en silencio trabajando a toda máquina para formular una respuesta que negase aquella acusación tan grave y tan trágicamente cierta. No quería entrar en Barloburgo y si lo hacía se vería en cuestión de minutos colgado de la soga que pendía de un balcón de la calle principal. Instintivamente se llevó una mano al cuello y dibujó una mueca desagradable. Antes de que pudiese replicar, Fréderick volvió a cogerle la delantera haciéndolo por él.

-Le ahorraré el mal trago de responder. No soy quién para juzgarlo por hechos pasados que no puedo demostrar. Aceptaré desembarcar en la playa y yo mismo iré a pie hasta la puerta de Barloburgo. Llevo demasiados días contentándome con los pequeños paseos que me ofrece esta cubierta y no creo que me vengan mal un par de horas de caminata en tierra firme. Sin embargo capitán, aproveche ahora que está a tiempo y que tiene el viento a favor para poner toda la distancia posible con la ciudad. Si sus cargos son tan graves como creo que son, no tardarán en perseguirlo los soldados del futuro conde y créame cuando le digo que sus naves son al menos diez veces más rápidas que esta cáscara de nuez en la que me he visto obligado a cruzar medio océano. Si tanto aprecia su vida deberá llegar a los acantilados del infierno antes del mediodía de mañana o pronto su muerte se convertirá en el acontecimiento de la semana para los Barloburgueses. Y que conste que le doy este consejo porque a pesar de ser usted un cerdo embustero, ratero y traidor, le tengo el suficiente respeto como para saludarlo como a un amigo.

Renunciando a su famosa reputación de hombre confiado y tranquilo, el capitán giró sobre sus talones y se perdió bodega abajo lanzando de una patada, un pequeño baso de madera que fue a estamparse contra un cañón que descansaba en estribor. Frederick sonrió complacido. Ahora iría a contar moneda a moneda su gran tesoro que aún permanecía patéticamente escondido entre las inagotables reservas vino y ron del almacén inferior. Sin duda le había cogido por sorpresa que él supiese de la existencia de aquel botín y ahora temía que le hubieran podido usurpar parte de aquel vestigio de su época de pillaje y asesinatos indiscriminados a lo largo y ancho de la costa de Heren. Pero no tenía porque preocuparse, lo último que Frederick quería era robar a un pobre desgraciado cuya felicidad dependía de la cantidad de riquezas que podía almacenar en el casco de su barco. Él tenía otros objetivos y otras metas en la vida...

Una vez más alzó la vista hacia la lejanía y se quedó maravillado al ver como la torre más alta del palacio brillaba bajo la luz del sol como si una hoguera ardiese en su cúspide. El tiempo... asesino y creador de la vida por la que ahora debía pelear. Demasiado había llovido desde la última vez que sus ojos se habían perdido en la infinita belleza de aquella joya creada por las laboriosas e ingeniosas manos del hombre antiguo. Recordaba con pesar como tenía que hacer acopio de fuerzas para encaramarse a la baranda del barco cuando su cabeza apenas se alzaba unos palmos del suelo. Así era como tenía que arreglárselas la última vez que vio la ciudadela de Barloburgo y ahora volvía a contemplarla convertido en un hombre joven y fuerte. Bajo la vista al suelo y aquella altura le resultó ridícula, ni siquiera sabía como había podido crecer tanto. La cuenta de los años que habían pasado se había perdido tras inviernos largos como mil eternidades y veranos tan calurosos como largos eran los días más allá del gran mar que precedía Heren.

Minutos después, el vigía de la torre dio un grito de aviso y el barco lanzó un ancla a las oscuras aguas. La costa estaba aún a media milla pero parecía que el capitán no iba a arriesgarse a ser visto por los atentos vigías de la ciudad. Un bote cayó al agua y Fréderick volvió a coger la pequeña maleta de cuero que había a sus pies. Al parecer si quería pisar tierra, debería cansar los brazos y remar hasta que el bote se encallara en la playa. Mejor, pensó, así estiraré los brazos y podré refrescarme con el agua si a alguna ola traviesa le da por mojarme. Antes de bajar por las escaleras, se percató de que unos curiosos ojos lo observaban desde la oscuridad. El joven les dedicó una traviesa sonrisa antes de soltarse y caer suavemente sobre la inestable cubierta del bote. El capitán se había librado por fin de su pesada carga y en unos minutos se habría perdido entre la bruma del mar para no volver a aquellas peligrosas aguas. Lejos ya de la tripulación, Fréderick respiró aliviado, probablemente si hubiese permanecido un día más en aquel barco, hubiera muerto envenenado con la cena o el desayuno. En persona se había mostrado confiado e incluso ligeramente amenazante con el capitán, pero en ningún momento había olvidado con la clase de persona que estaba tratando y ahora que su vida dependía de él y de su destreza para moverse por las olas, no pudo evitar respirar aliviado. Las cubiertas de los barcos eran peligrosas y siempre podían ocurrir "accidentes".

El viaje hasta la playa se sucedió sin incidentes. Pronto se vio dejando sus huellas en la arena y mientras se quitaba los zapatos y los guardaba en la maleta, alcanzó a ver como el imponente casco de un barco se perdía entre la bruma. Ahora debía atender a sus propios asuntos y tras una caminata que sin duda acabaría por vencer a sus pies, debería sentarse y pensar...

Nuevas tierras y nuevos horizontes se alzaban allá a donde mirase y a la vez que sus sentidos se maravillaban con la pureza de aquella tierra, no pudo evitar sentir una presencia en el aire. En ese momento no pudo decir si eran imaginaciones suyas o algo más pero supo que debía permanecer alerta y no dejarse embriagar en exceso por aquel mundo tan bello que tantos y tantos recuerdos le lanzaba a la memoria. Su infancia, ella era la que ahora se presentaba ante él como un viejo amigo al que no veía desde hace mucho. Había conocido tierras lejanas y había recorrido senderos en imperios que desafiaban a la lógica y a la imaginación. Pero ahora, tras años de exilio, regresaba al valle que lo había visto crecer y convertirse en el guerrero que era ahora. Aquí y allá veía imágenes de tiempos pasados e incluso creyó adivinar la figura de un niño de rubios cabellos que jugaba a crear castillos de arena con la palma de su mano. Fréderick sacudió la cabeza y volvió a mirar hacia Barloburgo. No sabía exactamente lo que esperaría tras sus acorazadas murallas y supo que pronto, su pasado, aquel extraño que le lanzaba flechas de recuerdos desde la oscuridad, cobraría vida propia para verse cara a cara con él. Las consecuencias del encuentro podían ser amistosas y agradables o tan devastadoras que podrían sacudir los cimientos del imperio.

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