lunes, 4 de abril de 2011

La Cacería Del Cuerno Blanco I "El Príncipe Fugitivo"


Las primeras horas de la mañana cayeron sobre el mundo con los pálidos rayos del sol iluminando todo el valle del Túrindel Aquí y allá surgían pequeños prados repletos de verdes pastos en donde rebaños de ovejas y vacas pastaban a sus anchas sirviéndose del alimento que le regalaba la madre tierra. La bruma era aún la protagonista extendiéndose sobre la hierba como una suave capa que llegaba hasta donde alcanzaba la vista. Salvo pequeñas granjas de estructura simple que albergaban a familias con poco o ningún dinero, el resto del paisaje no era más que una sucesión casi ininterrumpida de prados y diminutos bosquecillos de hayas que servían como oasis para los viajeros que se internaban por las numerosas rutas de comercio que atravesaban el valle de una punta a la otra. Dagnor quedaba aún a muchas millas de camino hacia el norte y el comerciante que quisiera ir a la capital debía seguir la ruta del sur durante muchas millas alejándose de aquel paraje. Las huellas de la civilización humana no eran allí nada más que las piezas de ganado y las tierras de cultivo que cada año regalaban a los esforzados labriegos grandes frutos tan sólo propios de aquel jardín creado por los dioses.

Aquella mañana no parecía ser muy diferente a cualquier otra que hubiera habido en los fríos amaneceres del otoño de Heren. Aquella tierra cálida y apacible como pocas acostumbraba a ser muy cálida en verano haciendo pasar a sus habitantes largas tardes encerrados bajo la sombra del porche de sus casas sin más ocupación que cuidar de sus familias y ver pasar el sol lentamente por el cielo. Los inviernos en cambio eran siempre la otra cara de la moneda y siempre resultaban ser radicalmente violentos y desapacibles . Largas y violentas tormentas de nieve cubrían los pastos y hundían el valle en un mar de hielo y nieve en donde tan sólo sobrevivían los lobos y algún que otro carámbano que colgaba de los techos de las granjas y graneros. Por esa misma razón, muchas familias viajaban al valle tan sólo en las estaciónes de primavera y otoño para dar de comer al ganado y cultivar la tierra hasta que esta volviera a congelarse. El otoño, era el perfecto ejemplo de transición entre el más insoportable de los calores al más desagradable de los inviernos y aquellas primeras horas de la mañana, cuando el sol aún no gobernaba en todo su esplendor, eran el primer rastro del frío que estaba por llegar.

Zackarias Seldiar clavó el azadón en la dura tierra y se restregó el sudor con la manga de su camisa manchada de la tierra que el mismo llevaba trabajando desde las primeras horas del alba. Él no viajaría a la seguridad de las ciudades para pasar el invierno, nunca lo había hecho y nunca lo haría. Mientras su fusil siguiese descansando sobre la pared de la chimenea, no tenía porqué temer a los lobos y los osos que gobernaban el invierno. Su familia había vigilado aquella tierra desde que sólo era un crío y a pesar de ser el último descendiente vivo de los Seldiar, no perdería su orgullo abandonando a su suerte aquellas tierras milenarias que siempre habían llevado el nombre de su sangre. Alzó una vez más el azadón y a lo lejos distinguió la silueta de dos lápidas brillando bajo la luz del sol. Los rayos caían directamente sobre las blancas rocas y aún en la distancia, Zackarias pudo ver inscritos los nombres de su hijo y su mujer. La peste negra se los había llevado una década atrás y lo habían dejado a él solo al cuidado de toda la hacienda. Muchos pensaron que aquel anciano enloquecería o que abandonaría las tierras a su propia suerte ese mismo aciago día. Pero se equivocaron. En cuanto hubo terminado de cavar las tumbas, descansó unos minutos y siguió arando la tierra como si nada hubiese pasado o como si la pérdida fuese equiparable a una docena de calabacines devorados por los coyotes. Si al anciano le afectó la pérdida de sus seres queridos, no lo demostró, aunque muchos creyeron (y no andaban demasiado errados) que el mantener las huertas en perfectas condiciones era lo único que lo alejaba del abismo de pena y sufrimiento que se abría entre él y el resto del mundo. Ya no necesitaba a nadie más, si su pequeño mundo de plantas y animales estaba bien, él también lo estaba.

Soltando el azadón por enésima vez, Zackarias resopló agotado y se sentó en una roca que había junto a la valla del huerto. Fue entonces cuando distinguió en la lejanía la silueta de un corcel negro cabalgando bajo el sol de la mañana. Pasó como una exhalación por el sendero que atravesaba sus tierras y sin parar de resoplar y relinchar se perdió en el horizonte como alma que llevaba el diablo. Fue tal la velocidad a la que el caballo cruzó por aquel lugar, que el anciano granjero no distinguió al joven que viajaba recostado en la grupa del caballo y que en aquel momento se arrebujaba en el interior de su capa protegiéndose del viento.

Agarrando con una fuerza indescriptible las riendas de su corcel, se pegó contra el lomo y sintió las sacudidas de su montura al cruzar a la velocidad del rayo la llanura que lo alejaba del peligro. Se ocultaba bajo la capa con la vaga esperanza de que los granjeros que le vieran pasar lo tomaran por un caballo loco que se había escapado de su establo con una manta atada a la espalda. No creía que aquella treta fuese a engañar a las cinco sombras que le perseguían desde hacía ya cinco días pero esperaba al menos no llamar la atención entre los aldeanos que con tanto ahínco se esforzaban por llevar una vida amena y tranquila. Si alguien del pueblo llano lo viese cabalgando a cara descubierta por aquellas tierras tan alejadas de la civilización, sin duda se armaría un escándalo terrible y los guardias locales no tardarían en organizarse para darle el alto e interrogarlo sobre cuestiones a las que no quería ni podía responder aunque quisiese. Sintiendo el latido del animal bajo su cuerpo, el jinete se abrazó una vez más a la grupa del corcel y rezó a todos los dioses que conocía por que sus incansables perseguidores hubiesen cejado en el empeño y se hubiesen retirado a donde él no pudiese verlos. Haciendo un terrible esfuerzo por no fustigar más de lo debido a aquel pobre corcel, el joven asomó ligeramente la cabeza por debajo de la manta y lanzó una rápida mirada a las tierras que dejaba atrás con su rápido cabalgar. En cuanto lo hubo hecho, una sensación de desasosiego le recorrió el estomago, allí en la lejanía, a una distancia a la que nadie más podría haberlas visto, había cinco sombras agazapadas sobre sus corceles. Apenas eran un punto en la inmensidad del horizonte pero la polvareda que levantaban a su paso se elevaba varios metros en el aire dejando su huella en muchas millas a la redonda. Tal vez el ojo corriente hubiese pasado por alto aquella minúscula mota en la lejanía, pero él no era un jínete cualquiera y aquella situación de evidente peligro parecía haber agudizado sus sentidos hasta límites insospechados. Su padre siempre le había dicho que un hombre sólo demostraba su auténtica valía cuando la muerte le pisaba los talones. Jamás hubo creído aquellas palabras del todo y sin embargo ahora podía comprobar que eran tan ciertas como cualquier otra cosa de aquel mundo que a él le había tocado gobernar.

Como llegada desde un valle remoto, una voz habló en su mente y lo trasladó a un lugar que en aquel momento le resultó lejano e inhóspito.

...

-Señor William -dijo la inconfundible voz ronca de Tadar el mayordomo - su padre lo reclama a su presencia. Debería apresurarse pues él mismo ha dicho que es urgente y usted sabe mejor que nadie que no es un hombre al que le guste que le hagan esperar.

El joven que respondía al nombre de William se levantó de la butaca en la que se había sentado para ojear un pergamino exageradamente largó y miró al mayordomo a través de sus ojos azules. Tadar había alcanzado la primavera pasada la respetable edad de cincuenta y cinco años y se conservaba en una forma envidiable que desafiaba valientemente a las leyes de la lógica. Aún a pesar de haber servido a su familia durante más de treinta años, aquel hombre seguía llevando las gigantescas bandejas de comida y las estilizadas copas de champán como si aún no hubiese llegado a la veintena. Había llevado una vida ajetreada entre las cocinas y habitaciones del palacio de Magmar y se había peleado con amas de llaves impertinentes durante tres décadas sin apenas rechistar por ello. Todos en la familia imperial sabían que Tadar servía con férreo orgullo a cada uno de los mandatos que le encargaban y que no tendría problemas en realizar cualquier tarea que se le asignase. Aún a pesar de la cuenta de los años y de la importante cantidad de canas que ya poblaban su cabello negro, parecía tener cuerda para muchos años más y nadie dejaba de admirarle por ello.

-Ese viejo cascarrabias acabará con todos nosotros -se quejó William caminando por la habitación y entregándole el pergamino a la estirada figura de Tadar que apenas hizo ademan de ojearlo.

Por el rostro impasible de Tadar, cualquiera hubiese dicho que no había oído aquellas palabras, pero a pesar de mantener la vista fija en un punto más o menos lejano de aquella estancia, el mayordomo estaba tan atento como un zorro al acecho de su presa.

-Debería mostrar algo más de respeto por su padre principe William. Ya sé que no lo hace con mala intención y no es mi intención responsabilizarlo de palabras que son suyas y solamente suyas, pero le recomiendo que modere su actitud al menos mientras se encuentre en presencia del emperador. Me temo que los años pesan sobre su corazón y cualquier comentario despectivo (por bienintencionado que sea) puede dañar gravemente su espíritu.

-Ya lo sé Tadar no hace falta que me lo recuerdes cada día -respondíó William con un gesto de exhasperación mientras caminaba hacia la puerta- pero él es tan consciente de su edad como yo de la mía. Sesenta años es una edad más que respetable y pocos emperadores de Heren salvo Durethain "el magnífico" pudieron alcanzar esa edad. Tú sabes que siento un infinito respeto por mi padre y gracias a tu habilidad innata para conocer todo lo que pasa en este palacio, sin duda sabrás que rezó todas las noches a Fagnar y a sus hermanos para que algún día yo pueda llegar a ser la mitad de buen emperador de lo que lo está siendo él.

Tadar asintió con su habitual semblante impasible.

-Claro principe William. Y hablando de temas más ordinarios me preguntaba si algún día estos podré por fin recibir la orden de ir a recoger a la señorita Bella a la puerta de su casa con el carromato.

William soltó una carcajada de diversión y vergüenza pobremente disimulada.

-Tal vez para el baile de invierno pueda contentarte Tadar pero de momento me temo que tendrás que seguir limpiándole el polvo al carruaje en tu pequeño rincón de trastos en desuso. Bella ha demostrado sentirse atraída por mí de eso no hay duda pero me temo que desde mi punto de vista no es más que otra malcriada hija de conde dispuesta a sacarle hasta la última gota de sangre a mi arca de monedas. Tal vez me esté equivocando y ojalá sea así pues su belleza es innegable, pero mientras tanto esperaré al baile para tomar mi decisión.

-Claro señor -musitó Tadar en su habitual tono neutro que no reflejaba sentimiento ni emoción alguna más allá de la que podía reportarle doblar una camisa o barrer el suelo.

El principe William resopló aliviado y cerró la puerta a su espalda. La actitud de Tadar no le pillaba por sorpresa y la experiencia de su corta vida había sido suficiente para comprender cual era el tipo de actitud que debía tener con el mayordomo. Ambos se conocían desde que tenía uso de razón y la mayoría de los recuerdos que tenía en sus diez años de vida dentro de aquel palacio tenían alguna relación por mínima que fuera con aquel hombre tan eficiente y educado. La relación entre ambos era extraña como pocas pues a pesar de que ambos conocían hasta el último secreto del otro, el estricto código moral que existía en el palacio imperial y la clara diferencia social de ambos los obligaba a mantener una actitud distante y meramente formal. Sin embargo, tanto Tadar como William dejaban caer de cuando en cuando pequeños resquicios de informalidad que atrapaban al vuelo y utilizaban para divertirse. Aquella educada pero incisiva pregunta sobre la hija de un rico mercader a la que William había intentado cortejar durante el baile de otoño, no era más que un simple ejemplo de la relación de falsa indiferencia que ambos mantenían. Durante aquellos años, y a pesar de las dificultades, el mayordomo había logrado enseñarle más que cualquier otro profesor que hubiese tenido. Sus consejos iban a menudo camuflados en el interior de palabras sin sentido o entre los insípidos comentarios sobre como doblaba los calcetines, pero siempre iban directos al corazón y jamás se olvidaban. Aquella vez había logrado esquivar la explosiva pregunta de Tadar con las prisas por acudir en presencia de su padre el emperador, pero sabía que pronto volvería a tener a su lado la imponente sombra del mayordomo lanzando irónicos y aparentemente despreocupados comentarios sobre lo hermosa que era la hija del comerciante.

William dobló una esquina del elegante pasillo que estaba recorriendo e hizo un gran esfuerzo por apartar a Tadar de su mente. Su padre lo llamaba muy a menudo a su presencia pero pocas veces le mandaba acudir rápidamente. La insistencia de Tadar en que acudiera rápidamente a su aposento y la reacción de este al hablar despreocupadamente sobre la edad de su padre le hacía temer al príncipe que tal vez la enfermedad de su padre se hubiese agravado de forma preocupante. Y esque, el pasado invierno, su padre se había visto afectado por una rama menos mortifera de la peste negra que había asolado las tierras de Heren. La crisis que había padecido, o resultó ser excesivamente fuerte pero para un hombre cuya edad era casi un milagro en los tiempos que corrían, era una bomba de relojería que podía estallar y llevarse la vida de su padre en cualquier momento. Gracias al fenix, eso no llegó a ocurrir y las noches en vela que William dedicó al silencio de la oración sirvieron para sacar a su padre de la enfermedad pero no de su cama. Esta se había convertido en su refugio y en su eterno hogar hasta que los dioses reclamaran su presencia en Haria y en el salón de los emperadores caídos. La mayor parte de su cuerpo se había salvado de la implacable furia de la enfermedad pero por alguna razón que los médicos del palacio imperial no alcanzaban a comprender, la fiebre se había llevado la vitalidad de las piernas de Eiadar y lo habían obligado a postrarse en una butaca o en una cama para el resto de sus días. No había ni un solo día en el que no se acordara de aquella fatídica noche en la que Tadar se acercó a él para informarle de que su padre estaría obligado a finalizar su mandato en una cama. William recordaba cada una de aquellas lágrimas como un pequeño tributo al cariño que sentía hacia su bondadoso y sabio padre. Siempre lo había tenido como una figura a seguir y como el héroe que había sacado a su pueblo de la gran crisis que a punto había estado de partir la economía de Heren en mil pedazos. Cada consejo suyo lo atesoraba con un cuidado tan sólo comparable a las joyas que los enanos de Glombath traían año tras año al palacio de Magmar como símbolo de su eterna amistad. A pesar de su corta edad, William sabía muchas de las cosas que había que saber sobre el comportamiento que un emperador debía de tener ante el público y ante el resto de autoridades.

-Los condes son hienas que se alimentan de los errores que de vez en cuando comete nuestra familia -le había dicho su padre con gran disimulo en más de una ocasión en el transcurso de aquellas largas cenas en las que la familia imperial se reunía con los más importantes condes y mercaderes para debatir temas que no comprendía y que en su inocente infancia le resultaban pesados y pedantes como una tarde lluviosa y grisácea- debes mantenerlos cerca pues son tus enemigos y tus aliados al mismo tiempo. Pueden ser tan útiles como una espada afilada o tan mortíferos como una flecha afilada, pero si los mantienes a tu lado y procuras hacerles felices en todo lo que quieran, tu poder no conocerá límites.

William había cogido aquel consejo al pie de la letra y se había servido de las normas de comportamiento de la casa imperial para lograr encandilar con palabrería barata a aquella bandada de ruines y ambiciosos hombres de negocios. En su corta edad ya podía considerarse un perfecto caballero en muchos de los sentidos y un gran emperador al menos de fachada. Pero tan sólo era de fachada. Sus estudios no habían hecho más que empezar y aún desconocía prácticamente todo sobre la química, la física, las matemáticas y otras muchas ciencias que sin duda estaban destinadas a encerrarlo en su habitación durante meses. Él sabía tan bien como nadie que debía asimilar aquellos conceptos a la perfección si quería estar a la altura de su padre el día que tuviese que sentarse en el trono de Heren, pero la ingente tarea que tenía por delante lo desinflaba continuamente como a un globo repleto de agujeros y en más de una ocasión se planteó seriamente utilizar sus vagos e imprecisos conocimientos sobre la alquimia para convertir los pesados libros de ciencias en varas de metal que pudiese lanzar por la ventana con la esperanza de que aterrizasen en el trasero de su irritable profesor de matemáticas. Dirigir un imperio no era algo que debiera tomarse a la ligera, y él lo sabía tan bien como cualquiera, pero a menudo miraba por la ventana, veía jugar a los hijos de los campesinos y los envidiaba por aquella vida de pobreza y despreocupación en donde la mayor responsabilidad de todas era la de procurar que las lechugas y zanahorias llegasen a su hora al mercado.

Casi inconscientemente, sus pasos lo arrastraron hasta una gigantesca puerta de madera de roble. En ella aparecían grabados docenas de diminutos símbolos que incluían caballeros cargando, soldados enfrentándose a dragones alados o incluso campesinos sembrando el trigo de sus campos. William alargó la mano e hizo girar el pomo de la puerta abriéndola lo suficiente como para que su cuerpo pudiera deslizarse por el resquicio. Se encontró entonces en una sala de gran tamaño con paredes blancas como la nieve decoradas cuadros de emperadores que habían llevado a Heren a la gloria en años ya olvidados por la fragil memoria de los hombres. Antorchas de fuego bravo colgaban de argollas de hierro que representaban a pequeñas gárgolas de semblante enfurecido. En el centro de aquella estancia había una cama tan grande que podría haber dormido en ella una cría de dragón negro. Estaba cubierta de mantas rojas como la sangre y de sus patas salían cabezas de león talladas a mano por maestros enanos. Gigantescas cortinas caían desde el techo hasta el colchón ocultando parcialmente la superficie de la cama. Pero no fue ninguno de aquellos lujosos decorados lo que le hizo dar un respingo y gritar de sorpresa rompiendo el silencio del palacio.

La cama estaba vacía. Ya casi se había acostumbrado a la perenne presencia de su padre en aquella habitación y más concrétamente en aquel lecho que ya había asumido que se convertiría en el rincón del mundo en donde su padre viajaría hacia el reino imperecedero de los dioses. Pero allí no había nadie. La cama estaba perfectamente planchada y un bonito cojín de seda descansaba en el mismo lugar en donde debería haberlo hecho su padre.

-Bienvenido hijo -habló entonces una voz desde un rincón muy cercano a la puerta por la que él acababa de hacer su aparición.

William se giró sobresaltado y encontró a su padre de pie apoyado elegantemente en una columna de mármol blanco. Iba vestido con la túnica de gala que solía utilizar en los bailes que la familia imperial organizaba cuatro veces por año (uno al inicio de cada estación) y su cabello castaño estaba perfectamente peinado y engominado hacia atrás. El príncipe estuvo a punto de perder el equilibrio ante la sorpresa de ver de nuevo a su padre mirándolo con aquellos ojos llenos de vigor que se habían apagado con el inevitable avance de su enfermedad. Era como ver el fantasma de lo que había sido su padre un año atrás y por un momento creyó que estaba dormido y que cuando despertara volvería a encontrarlo postrado e indefenso en el lecho de su cama adoselada.

-Qué demonios... -susurró William contemplando la esbelta y orgullosa figura de su padre sin pestañear.

Eiadar pareció divertirse con la reacción de su hijo. Avanzó hacia su hijo con paso firme y al ver que este no reaccionaba, lo agarró por la camisa y se fundió en un abrazo con él. El príncipe le correspondió cubriéndolo con sus brazos e incluso en aquella situación le pareció que el corazón de su padre latía más fuerte y enérgico que nunca. Disfrutó de aquella situación durante un minuto entero que pareció extenderse hasta las trompetas del juicio final.

-Ha sido tu tío Gladvack -respondió el emperador ante la silenciosa pregunta que no cesaba de rugir en el interior de su atribulada mente- llegó anoche con todo su séquito desde Dagnor y conociendo mi enfermedad trajo la flor de un helecho que sólo crece en las tierra del norte. Al parecer tiene propiedades curativas únicas en todo Heren. Sus efectos han sido casi inmediatos, en cuanto su pócima me ha recorrido el cuerpo, he sentido una energía que no notaba fluir en mi alma desde los días en los que era un joven insensato cuya mayor afición era rebanar la cabeza a los ogros de más allá de las montañas mandíbula. Estoy genial hijo, de verdad.

-De eso no hay duda -repuso William alejándose un par de metros de su padre y contemplando su figura como hacía mucho que no la veía.

Eiadar sonrió y volvió a abrazar a su hijo.

-Esto hay que celebrarlo -dijo con rotundidad- quiero que esta noche se organice en el palacio una fiesta. La mayor desde que tengo uso de razón y que venga a ella todo aquel que pueda considerarse amigo mío. Quiero sentados en mi mesa a granjeros y condes como si fueran iguales, crearemos una noche mágica en la que....

...

Las palabras de su padre se diluyeron como el agua en la tierra del desierto y en la consciencia del príncipe volvió a entrar el agitado e insistente sonido de los cascos de su corcel chocando contra la dura tierra del valle del Túrindel. Su cabeza se sacudió con furia al golpearse contra el lomo del caballo mientras este se perdía raudo como el viento en el largo sendero que huía hacia el distante horizonte. El polvo se arremolinaba a cada lado mientras atravesaba el campo como un cuchillo partiendo la mantequilla. A su espalda oyó las inconfundibles voces de sus perseguidores y los jadeos de sus corceles al recibir el continuo golpe de las fustas. Encogiendo las rodillas se cubrió aún más con aquella manta con la vaga esperanza de que le sirviera de algo.

Con sorpresa comprobó que estaba llorando. Jamás olvidaría aquella noche. La noche en la que su padre se recuperó milagrosamente y organizó la mayor fiesta jamás celebrada en el palacio imperial. Pero por encima de todo, William jamás olvidaría la noche en la que su padre, fue asesinado.

3 comentarios:

  1. Iker!!!!

    Gracias por tus huellas en mi espacio, tengo que venir un poco más aca y leer toda tu obra, me encanta

    besos

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  2. El final me deja pensando en que nadie podría olvidar nada de lo ocurrido.

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  3. GRACIAS por sentirte identificado , me da gusto saber que alguien lee lo que escribo más siendo un sitio creado solo para descargarme :) gracias!

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