martes, 25 de enero de 2011

Bajo La Maldición De La Luna

Ostgard volvió a echarse el arco sobre la espalda y siguió caminando por aquella senda endemoniada y maldita. El sudor que manaba de su cuerpo se mezclaba con la roja sangre que corría desde las profusas heridas que le habían infligido. La oscuridad lo cubría como un gigantesco abrigo y en las últimas horas se había convertido en la única acompañante de aquel solitario viaje hacia lo desconocido. Su vista alcanzaba poco más allá de los árboles que se cernían a su alrededor, y a pesar de todo, sabía que la muerte le esperaba tanto desde delante como desde la tierra que abandonaba lentamente. Hacía tiempo que sus pasos se habían tornado irregulares e ilógicos y la sangre había llegado hasta sus botas manchando sus piernas y dejando un rastro rojizo en las piedras del camino. Todos y cada uno de sus huesos se retorcían y quejaban con cada mínimo movimiento de su cuerpo y parecía que estos se le clavaban en la carne como miles de lanzas envenenadas. Ya no era más que una forma difusa en el horizonte del mundo y sabía que la daga de la muerte no tardaría en abalanzarse sobre su moribundo cuerpo. Pero a pesar de todo, a pesar de que aquella noche se convirtiera en la última de su vida, debía llegar a su destino, debía cumplir con la misión que se le había encomendado y dar la voz de alarma entre sus hermanos de batalla. Si no lo conseguía y si las espadas del enemigo le arrebataban la vida, todo habría sido en vano. Su cuerpo se hundiría en un mar de hachas y espadas y el último vestigio de su existencia moriría con la llegada del alba. En sus ojos brillaba una venganza que sabía que no podía cumplir. La sangre de su noble familia aún corría por sus venas y a pesar de que gran parte de ella le había abandonado, aún guardaba en su haber la suficiente para maldecir la estampa de aquellos que habían osado alzarse contra él y el imperio al que tanto amaba. La sangre correría con la espada de sus ancestros si los dioses se lo permitían, pero de momento, aquella noche, debía seguir caminando por aquel camino dispuesto a tender una mano a sus camaradas de batalla. Ya vislumbraba en el horizonte el rayo de esperanza que le infundía fuerzas para seguir colocando un pie por delante del otro. Aquella luz que llegaba a través de sus ojos enrojecidos, representaba la frontera entre la muerte y la oscuridad y la vida y la luz de la esperanza. Sorprendido por el renovado torrente de energías que lo había atenazado, sintió como todo su ser caía contra el suelo y su cara besaba el duro suelo sobre el que había caminado. Lentamente sintió como la carne se fundía con la roca y la arena y como más brechas se abrían en su entumecido cuerpo haciendo que las heridas mancharan de rojo las grises rocas que ahora eran parte de él. Lentamente, y haciendo acopio de las fuerzas que fue capaz de reunir desde su propia flaqueza, se colocó de rodillas en medio del sendero y para su desgracia se percató de que no era capaz de hacer que estas aguantaran todo su peso. Pero debía seguir avanzando, así que alargó el brazo mordiéndose el labio para evitar un quejido más de dolor, y asió una gruesa rama que descansaba a pocos centímetros de él. Utilizándola como improvisado bastón, siguió arrastrando su cuerpo por aquel oscuro paraje del mundo e imprimió cada pequeña chispa de su energía en hacer que aquellas luces se acercaran hasta su alma para alimentarla de valor y curarle aquellas heridas que tanto le dañaban su cuerpo y alma. Ya sólo era un pequeño pensamiento en la nada y muy pronto se vio sobreviviendo gracias a la única orden que aún parecía obedecer su cuerpo:Avanzar. Avanzar hacia aquello que refulgía más adelante. Si a una distancia corta o larga no llegó a saberlo pero aquello no le preocupo lo más mínimo, tan sólo sabía que cuanto más cerca estaba de su objetivo menos le dolían las heridas y menos aullidos de rabia lanzaba su alma. Pronto llegó a perder incluso el contacto con la vara que pendía de su mano y ya no supo si seguía junto a él o si se había precipitado hacia el abismo que su cuerpo iba dejando atrás. Sus manos eran ya dos únicos pensamientos vagos que se abrían varios centímetros por delante de sus ojos ciegos. Aquel mundo negro como el carbón parecía devorarle como si se tratara de una bestia hambrienta que no se había alimentado en años. Muy pronto todo habría acabado y Firo abriría para él las puertas de Haria en las que podría regocijarse con héroes de leyendas ya olvidadas y con su amada a la que la legión negra había dado muerte varias primaveras atrás. Aquella visión lo hizo retorcerse de satisfacción y entregándose por completo al ocaso de sus días volvió a abrazarse al suelo del que no se levantó ya nunca más.

Alfons de Dagnor suspiró aliviado. Por fin sus hombres habían dejado atrás los bosques del norte del mundo y ahora vislumbraban en la lejanía los primeros esbozos de aquello que siempre había considerado su hogar.Hacía ya dos largos meses desde que sus hombres habían abandonado la seguridad de su ciudad para embarcarse en una cruzada que los había llevado hasta el lindero del mismísimo bosque de Gurunthur. Su empresa se había cobrado la vida de todos aquellos canallas que habían osado irrumpir en sus aldeas en plena primavera destruyendo y quemando todo lo que había a su paso. Su propia mujer había perecido una aciaga noche de finales de mayo y la rabia que había poseído a su corazón lo había lanzado a una persecución desesperada y brutal que había finalizado en aquel lugar que para todo Herenita que amase la luz, representaba el fin del mundo y por tanto del imperio del hombre. A apenas media milla de la frontera, su caravana se había avalanzado sobre los guerreros olvidados que descansaban junto a una gigantesca hoguera alimentada con los negros árboles del bosque de los muertos. En aquella explanada habían dado muerte (si es que tal hazaña era posible) a todos y cada uno de los guerreros que habían manchado sus armas con la sangre de sus seres queridos. Ni uno sólo quedó con vida y muy pocas veces en Heren se vio semejante demostración de valor ante los enemigos de la nación. Desde los tiempos de Hádarast muy pocos habían hecho justicia de aquella manera ante las bestias del averno. Pero por desgracia, aquella victoria había supuesto el principio del fin para muchos de ellos. Cientos de millas separaban Gurunthur del asentamiento humano más cercano y lo que había entre ambos lugares era un páramo de tierra muerta en la que el más fértil de los terrenos era tan sólo un campo de arena manchada con la sangre y el sudor e aquellos que tan bien habían combatido a las bestias sin nombre. Pero nadie puede entrar en los dominios de Adith el eterno, aniquilar a sus siervos y regresar impune a su hogar. En miles de años no se había dado semejante osadía y no iba a ser aquella una excepción. En muy pocos días, toda la caravana se vio perseguida por cientos de guerreros tan grandes fieros como sus predecesores. Los hombres de Alfons lucharon como bravos y una a una, fueron erradicando a todas las patrullas que se habían interpuesto en su camino. Más aquella tierra parecía decidida a acabar con la vida de sus invasores y muy pronto se vieron atenazados por hambrunas y enfermedades que asolaron la caravana y que redujeron el grupo de hombres a la malherida docena que ahora cabalgaba bajo el amparo de la noche. Su venganza había sido saldada y la cabeza del caudillo olvidado descansaba ahora clavada en la rama más alta de uno de los árboles del lindero de Gurunthur. Grande y poderosa había sido la hueste del general y ahora era tan sólo un reducido grupo de hombres moribundos que se movían por el mundo en busca de una aldea amiga que los acogiera y les ofreciera amparo y cobijo en aquella noche sin estrellas. La luna era la única reina de aquella cueva tan negra como el estomago de una bestia malvada. Ya no había más escaramuzas que solventar ni batallas en las que blandir la espada. A pesar de las duras represalias que habían sufrido, Alfons creía haberle demostrado a Adith que toda invasión a Heren conllevaba duras represalias. Disimulando una mueca de dolor con una sonrisa, trató de ignorar las heridas que plagaban su pecho y volvió a coger las riendas de su fiel caballo tordo. No había iniciado aquella empresa buscando honor u otras recompensas tan grandilocuentes. La fría y dura venganza era la única que guiaba sus actos y le dolía reconocer que no había sentido ninguna satisfacción al dar muerte a aquella criatura. Tan sólo la purificadora sensación de haber vuelto a equilibrar la balanza que distinguía las injusticias de aquellos actos que merecían ser recordados y respetados. No era un héroe, tan sólo un vengador que no tendría a nadie esperando al regresar al umbral de su hogar. La rubia e imponente melena de su querida ya no volvería a ondear bajo los cantos de la brisa del norte y su aroma sería tan solo un recuerdo perdido en el tiempo que ahora se hallaba moribundo bajo la arena de su amada patria.

-Amanda... -susurró alzando la vista al cielo- ya no hay estrellas que guíen mi camino. Desde mi fuero interno me pregunto si no será un augurio que presagie mi final. Los hombres dicen que cuando un guerrero no tiene señales en el cielo que le indiquen el camino, es porque no le quedan caminos que recorrer ni lontananzas en las que perderse. No temo a la muerte amada mía pues mi amor por la vida murió el mismo día en el que tu sonrisa desapareció de la faz de la tierra. Sólo deseo seguir combatiendo por aquellos hermanos a los que aún puedo defender y por vengar la muerte de los que no pueden acompañar esta noche mi funesto cabalgar. Si esto es la guerra tan sólo deseo que se convierta en el sentido de mi vida desde ahora hasta que mi espada se hunda en el barro. Para mí ya no habrá más noches de fiesta y gozo. Cuando haya puesto a salvo a mis hermanos de batalla, vendaré mis heridas, recompondré mi armadura con mis propias manos y afilaré una vez más mi espada para regresar a la tierra de la que ahora huyo sin cesar. Si lo hago es sólo por aquellos a los que no tengo derecho a imponer mi destino y a los que tengo el sagrado deber de proteger. Pero nunca más amada mía, cuando todos ellos descansen en los salones del soberano de Dagnor, volveré a lanzar mi cuerpo al mar de oscuridad que me besa la espalda. Juro por mi apellido condenado, que mi existencia tan sólo conocerá la muerte y la guerra hasta el último aliento de mi vida.

Cuando puso fin a su improvisado discurso, la imagen de su amada desapareció del mudo firmamento y unas voces sonaron frente a él sacándolo de su ensimismamiento. Las linternas de la solitaria caravana iluminaron la figura de un hombre que yacía en medio del sendero. Un imponente charco de sangre bañaba todo a su alrededor y su cuerpo se había contorsionado de tal forma que parecía que lo habían tirado como a un viejo pergamino usado. Tenía heridas por todo el cuerpo y la mayoría de sus extremidades se doblaban de una manera que sin duda era indicio de que estaban rotas por más de un sitio. Más Alfons se sorprendió al comprobar como aún sus brazos se alargaban hacia donde se abría el sendero buscando de manera desesperada una ayuda que había tardado demasiado en llegar. El general bajo de su montura y corrió hasta el hombre apartando con un empujón a todos los que se habían congregado junto a la figura.

Al arrodillarse junto a ella, supo quien era sin ningún problema. En su agonía, Ostgard alargó sus dedos hacia su amado general y acarició su barba sacando fuerzas de flaqueza. Quiso entonces hablar pero su boca se baño de sangre.

-No digas nada hermano. Ya basta de sufrir. Me has servido bien y te estaré agradecido hasta el día en el que ambos nos encontremos en los salones de Haria.Has sido el explorador más capaz que ha trabajado para las huestes de Adith y tu muerte ha sido el último gran favor que nos has hecho pues ahora sé que nuestro enemigo se ha colocado entre nosotros y la salvación que tanto ansiamos. Descansa ahora y procura aprovechar tus últimas fuerzas en bendecir los nombres de todos los dioses que conozcas.

Pero Alfons se dio cuenta de que Ostgard seguía queriendo hablar a pesar de las palabras que su general le había encomendado como último regalo. Entonces, y para sorpresa de todos los presentes, posó sus manos en la tierra y valiéndose de la sangre que manaba de sus dedos, dibujó un mensaje que permaneció en la memoria de sus hermanos de batalla.

"Huid si queréis vivir... pues ni los dioses han visto tanta maldad reunida bajo un mismo estandarte"

Tras aquello Ostgard calló sin vida en la tierra y sus ojos se cerraron como último preludio antes del largo viaje que estaba a punto de iniciar en pos de la morada de los dioses. No hubo llantos que decoraran su adiós. Todos habían perdido ya demasiados amigos como para derrumbarse por haber perdido a uno más. Durante varios silenciosos minutos nadie dijo ni hizo nada que rompiera aquel silencio en el que se mezclaba el miedo, el dolor y la pena. Fue Alfons el primero en alzar sus rodillas del suelo y tras un rápido recuento se dio cuenta de que tan sólo una decena de hombres seguían con vida. Doscientos fueron los que lo acompañaron aquel fatídico día en el que su propia voz clamó venganza por la sangre derramada. Ahora tan sólo una vigésima parte de ellos ibas a regresar sanos y salvos a casa, y para ello, aún debían librar la última batalla: la más grande y terrible de todas.

-Este es el fin de la compañía. Hemos cumplido nuestra venganza y eso nos ha costado la vida. La última de las danzas que nuestras espadas han de librar no la podemos ganar. Nuestra elección es la lucha y la muerte o la huida y la búsqueda de una débil esperanza que brillará en el horizonte desde el preciso instante en el que renunciemos a la batalla. En estas condiciones no tengo autoridad para decidir sobre vosotros y tan sólo os doy a conocer las únicas dos opciones que os quedan. Yo por mi parte tengo demasiadas cuentas pendientes con estos canallas como para huir como una animal de presa. No mancharé mi orgullo horas antes de mi ocaso. Recordad que aunque muráis por luchar en el campo de batalla, vuestra memoria siempre vivirá si habéis defendido con vuestra vida la libertad de este mundo.

Diez voces enfervorizadas se alzaron en la oscuridad del bosque y Alfons supo que ninguno de sus hombres lo dejaría atrás y que juntos cabalgarían hacia la última de sus batallas en aquel mundo desolado por la crueldad.

Medio millar de guerreros irrumpieron en la oscuridad del bosque y diez sombras fueron las que hayaron de pie en medio del sendero. Cubiertas por negras capas, y ocultando sus rostros bajo sombras que borraban al mundo su miedo y rabia. La legión negra se abalanzó sobre ellos y la batalla dio comienzo entre bandazos de espadas y hachas. Los expertos guerreros olvidados se encontraron ante diez sombras que se movían y saltaban como rayos las unas junto a las otras. Sus espadas eran tan sólo diminutos puntos de luz que brillaban aquí y allá segando cabezas y arrancando extremidades que caían sin remedio al suelo. Durante horas aguantaron en aquel lugar y fueron muchísimas las vidas que se cobraron a costa de cada uno de ellos. Alfons aguantó en pie junto a sus hermanos y los acompaño en la victoria y en la muerte de todos y cada uno de ellos. Fue su guía en la lucha y los recostó contra el suelo cuando inevitablemente les tocó exhalar su último aliento. Uno a uno, los hombres que habían encabezado aquella caravana de venganza fueron cayendo bajo el peso de las hachas y espadas de aquellos soldados sin nombre ni sentimientos que arremetían insistentemente como máquinas desprovistas de sentimientos que pudieran condicionarles en la batalla. Eran seres traídos desde el rincón más oscuro del averno para cercenar la vida de aquellos que osaran defender la luz que tanto aborrecían y despreciaban. Su habilidad y arrojo en el combate eran dignas del más fiero de los guerreros Herenitas y por nueve veces aquella noche demostraron su capacidad de destrucción y aniquilación. Al final fue Alfons el único en conservar la vida. Con las últimas fuerzas que fue capaz de reunir, se encaramó a una roca huyendo de la marea negra que se le había echado encima. Fueron al menos un centenar las vidas que se habían cobrado ellos solos y el general no pudo sino sentirse infinitamente orgulloso de aquellos que le habían acompañado en la batalla. Sus cuerpos se ocultaban ahora en un mar de de cadáveres de guerreros olvidados y de alguna manera Alfons supo que cuando a la mañana siguiente sus compañeros de Dagnor encontrasen aquella masacre, sabrían lo que allí había sucedido y escribirían odas en honor de los héroes que habían protagonizado la historia más agónica y desesperada de la última década. Poniéndose en pie sobre el mar de guerreros que luchaban por ascender hasta su elevada posición, elevó la vista hacia la lejanía y observó como el sol surgía de entre las lejanas montañas. En el vio el rostro de su amada e incluso entonces vio que su belleza irradiaba más luz que el mismísimo astro por el que habían luchado durante generaciones.

-Ya esta bien de sufrir -dijo entonces la voz de aquella que había sido su mujer- deja que tu escudo y espada descansen en el suelo y reúnete conmigo. La cena esta caliente sobre la mesa y todos te esperamos para cenar. Tu padre me ha dicho que está deseando que le cuentes todas tus aventuras mientras fumáis una buena pipa.

-Si querida -respondió Alfons sin atreverse siquiera a plantearse si aquella voz era producto de la demencia que le ocasionaban el dolor de sus heridas.

Se quitó el yelmo y lo colocó sobre una roca simulando una cabeza. Cumplió las órdenes de Amanda y soltó la espada y el escudo. Sin olvidar el recuerdo del rostro de su amada, se dirigió al ejercito que aguardaba bajo sus pies y les habló con la mayor cantidad de odio que fue capaz de imprimir a su voz.

-Venid a por mi bastardos. Aún queda un humano vivo esta noche.

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