martes, 11 de enero de 2011

La Dama y "El Llanero De La Bruma"

Existen actualmente pocas historias tan magníficas y épicas como la de Arión. Su existencia ha pasado inadvertida para los habitantes que hoy día pueblan la sagrada tierra de Heren. Sin embargo, en un pasado lejano, fue tan reconocido y admirado que llegó a elevarse hasta el punto de ser considerado para muchos como un semidiós. Su sombra blanca como la nieve fue objeto de admiración y envidia por aquellos que lo contemplaron cabalgar bajo la luz del lucero del alba. Decían las historias de juglares y comerciantes que se movía entre la espesa niebla matinal como un solitario navío que erraba sobre la bruma confundiéndose con ella y fundiendo su cuerpo con el aire blanquecino que lo rodeaba.

Fue el segundo de los corceles místicos en nacer, justo después de Hásfarin y antes de que Ciclamén surgiese del corazón de la naturaleza del mundo. El primero de los caballos sagrados fue creado por Helena a partir del cuerpo de un cervatillo recién nacido y por tanto se convirtió en representante del fuego y de la vida de Heren. Por tanto, y a pesar de que las habladurías de la época eran de una fiabilidad escasa, podría establecerse que Arión surgió a manos de Helena a partir del elemento que rige tanto la vida como la naturaleza: el agua. Es esta la que dicta los destinos de aquellos seres vivos del planeta y de los hijos de la naturaleza pues sin agua no habría ni plantas ni criaturas vivas sobre la faz del mundo. Por tanto sería lógico pensar que la gran hechicera Helena quiso establecer una conexión entre los tres corceles otorgándole a cada uno de ellos la responsabilidad de cargar con uno de los elementos de la vida que los ataba al resto de sus compañeros de una forma mística e irrompible. Desde aquel preciso instante hasta que las nubes del fin del mundo gobernasen los cielos, Hásfarin, Arión y Ciclamen estarían obligados a cabalgar uno al lado del otro regidos por la defensa sagrada de la luz que bañaba sus bellas crines.

Cuenta la historia que una mañana en la que el mundo aún era una tímida margarita que se abría lentamente al sol, Helena se internó en un diminuto bosque de cerezos. En aquella época del año sus blanquecinas hojas cubrían todo el suelo del bosque formando un paraíso de aromas y colores de belleza incomparable. La hechicera caminó por aquel jardín disfrutando de la creación de los dioses y fue allí, en lo más recóndito del bosque en donde encontró la inspiración para dar forma a la que sería una de sus mayores obras. Sus pasos errantes la arrastraron hasta una pequeña laguna cuya superficie apenas era visible dada la enorme cantidad de hojas de cerezo que se habían congregado sobre ella. Como si no quisiera romper la armonía de aquellas aguas, introdujo muy lentamente la punta de su vara en el agua y sin apenas crear hondas que perturbasen la calma de aquel colchón de hojas, hizo brillar una luz que ilumino toda la laguna. Allí permaneció durante al menos una hora y cuando el sol comenzaba a tornarse rojizo en el horizonte y el susurro de las ramas de los cerezos susurraban serenatas que hablaban sobre el fin del día, Helena abrió lentamente los ojos y dejo que la luz de su vara desapareciese tan rápida y majestuosamente como había surgido de la nada. Fue en ese momento cuando una sombra emergió lentamente de la superficie de la laguna y a pesar de ser tan difusa y vaga como el más débil de los sueños, las miles de hojas de cerezo que había en el agua se unieron a su cuerpo hasta cubrirla desde la cabeza a los pies. Un corcel, eso fue lo que Helena vio al alzar la vista hacia aquella criatura. Su piel estaba formada por las hojas de cerezo que se habían adherido a él y sus ojos irradiaban una luz comparable a la que había emergido minutos atrás en el fondo de aquel lago. Con un breve estallido, el corcel resplandeció y ya no fue nunca más una sombra de hojas y luz sino un corcel tan bello como el paisaje que lo rodeaba. Lentamente nadó hacia la orilla y olisqueó el aire por primera vez en su vida. Sintiendo los aromas de la naturaleza florecer en su corazón, observó su cuerpo forjado con las hojas de los árboles que formaban el bosque que se convertiría en su hogar desde ese momento hasta que la luna se hundiese bajo el peso de su propio tiempo.

-!Oh Arion! -le saludó Helena- hijo del agua y creador de esperanza. Bienvenido a la tierra que desde hoy verá tus cascos cabalgar. Que este día se convierta desde hoy en el primero de los muchos recuerdos que poblaran tu mente. Los soles pasaran impasibles por el cielo y las nubes grabaran mensajes en su lecho para guiarte hacia el sendero que ha forjado el destino para ti. Hoy será el día en el que por fin reirás ante las flores y cabalgaras hacia historias tan increíbles que embravecerán el corazón de los más osados.

-Gracias Helena -respondió Arión dando rienda suelta a sus primeras palabras sobre la faz de Heren- desde hoy todos y cada uno de los actos que lleve a cabo serán únicamente para demostrarte que soy merecedor de la luz que has instalado en mi corazón. Hasta el día en el que las estrellas se apaguen en el firmamento, mi único anhelo será el de borrar las sombras de aquellos corazones que hayan navegado hasta los parajes del mal. Ya no soy sombras y agua sino algo más. Mi alma aún debe buscar cual es su razón de ser, pero desde mi primera bocanada de aire sé que esa búsqueda me empujará a desiertos de fantasía y hasta valles en los que mi alma anhelará besar las estrellas que señalan mi camino con dulzura y sabiduría. No hablaré de un pasado que no tengo ni de un presente tan maravilloso como este sino de un futuro que esta por llegar. El mero hecho de pensar que podré construirlo junto a ti me inunda el corazón de una alegría difícilmente descriptible con el lenguaje que me has regalado.

Pero Helena ya tenía bajo su cargo a Hásfarin y jamás se vio sobre la tierra de Heren a un jinete que poseyera dos monturas. Días después del nacimiento de Arión, un anciano se presentó en el bosque y se presentó frente al corcel con una sonrisa en los labios. Iba ataviado con una larga capa blanca que llegaba a tornarse grisácea en sus acabados mostrando pequeñas manchas. Su nombre si lo sabía tan sólo se lo dijo a Arión pues nunca nadie llegó a escribir sobre él más allá de vagas descripciones como esta. Tal vez se tratase de una criatura tan sabia y poderosa que resultaba incapaz de ser llamada por un único monosílabo. O tal vez y sólo tal vez fuese tan poderoso que la magia de su rostro robaba a los hombres y mujeres su juicio y razón. En cualquier caso, los antiguos escritos aún conservados, hablaban de él como "el errante de la bruma" haciendo que la que sería su montura a partir de ese momento fuera conocida como "el llanero de la bruma". Arión aceptó llevarlo sobre su lomo y juntos cabalgaron hasta perderse en el horizonte que representaba la frontera de la aventura y lo desconocido.

Miles de novelas podrían escribirse con lo que les aconteció en aquellos viajes pues durante siglos cabalgaron alzando en el aire sus crines y barbas y acariciándolas al viento cual aves sacudidas por la crudeza de la tempestad. En los techos del mundo combatieron contra males sin nombre y en cuevas gigantescas dieron muerte a los demonios de la tierra sombría. Juntos, y sin ninguna otra compañía, cabalgaron sin descanso de un extremo al otro del mundo llegando incluso a visitar las lejanas tierras élficas en las que la gente era bella y elegante y las ciudades eran bellas metrópolis de cristal y diamantes. Pisaron tierras y visitaron gentes que ni siquiera habían visto jamás un ser humano. El mundo no les imprimia ningún miedo pues eran el llanero y el errante de la bruma y juntos eran los caminantes del día y la madrugada, aquellos que no temían a nada y que veían el mundo como su pequeño e inofensivo jardín en el que podían correr y disfrutar hasta que los soles y las estrellas se borrasen de la faz del firmamento. Desgraciadamente.... ese día llegó.

Nubes negras ocultaron cada metro de cielo desde Meridian hasta el escupefuegos de Gaednul. Lovió polvo y ceniza durante una década y la luz del sol no volvió a brillar sobre el firmamente de Heren. Arriba, en el norte, en el bosque de Gaednul, un ejército colosal de guerreros olvidados cruzó las fronteras de su infernal hogar y se lanzaron contra las fuerzas de la capital en un intento por conquistar su palacio dorado y ensartar la cabeza del emperador Magnus Karlgan en la punta de una lanza. Las gruesas murallas de la capital resistieron durante cinco largos años. En media década nadie salió ni entró de la ciudad y de no haber sido por los pasadizos que dirigían a los hombres muchas millas al sur, ni siquiera hubieran podido disfrutar de la empobrecida comida diaria que consistía en hogazas de pan duras como roca y queso completamente enmohecido que apenas representaba un alimento para la dura batalla que se desarrollaba día a día. Las legiones del guardián del averno parecían no tener fin y a pesar de la osadía y el arrojo con el que los hombres se lanzaban sobre las huestes de Adith, cientos de ellos perdían la vida semanalmente y mientras que las huestes del más allá se reagrupaban y recibían refuerzos a diario, la humanidad veía como el último vestigio de su existencia se evaporaba en una nube de lanzas, flechas, cimitarras y sangre.

Y fue en ese momento, cuando las puertas de la ciudadela se aseguraban con el peso de los cadáveres de sus hermanos, y cuando la supervivencia del mundo pendía de un hilo apenas visible, fue en ese momento de desesperación y dudas cuando surgió Hádarast. El primer heredero del legado del fuego abrió con sus propias manos la puerta de la ciudadela y se lanzó el sólo contra los millones de enemigos que poblaban su amada ciudad. Pero en aquella empresa su sombra no era la única que se teñía de sangre. A su zaga cabalgaba Arión y el errante de la bruma que se encaminaba a la batalla sin miedo a la muerte. Allí fue donde la encontró.

Aquella fue la última batalla en la que luchó junto a su fiel corcel Arión. Allí fue donde su cuerpo lanzó a su alma a los cielos y donde tuvo que despedirse de su amigo para siempre. Nunca nadie pudo imaginar una caída tan gloriosa y honrada pues fue de manos del propio Adith de quien recibió la última estocada y fue este acto de sacrificio el que salvó a Heren. Hádarast se lanzó a los cielos y hizo borrar la oscuridad del mundo. Pero esa es otra historia que no puede ni debe ser narrada aquí.

El errante de la bruma murió y su leyenda se perdió en los lentos y silenciosos compases del tiempo. La capital quedó reducida a cenizas y ante el miedo de volver a sufrir un ataque de semejante magnitud, fue trasladada al valle del Turindel y al anillo de montañas que allí había. Ese fue el nacimiento de Magmar y del inicio de la era moderna de los hombres. Atrás quedaron los tiempos en los que la batalla era el único lenguaje y la fuerza la palabra de todos los hombres. La hiedra se extendió sobre su sepulcro y la arena enterró lo que en otro tiempo fue su majestuosa efigie. Cada una de las obras que llevó a cabo volaron en la tempestad de los años hiendo a parar a personas que encontraron la muerte. Ya pocos recuerdan al caballero blanco y a su corcel, aunque este siga vivo en las fronteras del mundo. Tal vez aguardando el momento en el que pueda devolver a la vida al hechicero que fue su único amigo durante siglos o hasta que pueda encontrar un jinete que esté a su altura. Las historias que vivieron juntos, se hayan cobijadas en su memoria y nunca más podrán volver a ser escuchadas. En la actualidad, Arión ha desaparecido de la vista de la humanidad y su leyenda se haya ahora grabada en piedra en idiomas que ya nadie quiere ni puede entender. Si algún día las trompetas de la capital claman su llegada, toda la humanidad deberá prepararse de nuevo para la guerra.

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