domingo, 9 de enero de 2011

Tierra Santa I "El Cáliz" (Reedición)

Os Contaré un mito guardado en escritos ya perdidos. Una historia que incluso hoy día se conoce por el nombre de la búsqueda de los caballeros de la orden del cáliz. Durante años, la visión de su estandarte en un campo de batalla, fue motivo de alegría y enfervorizada pasión. Cualquiera que hubiera luchado junto a los sagrados caballeros de oro, podía contar hazañas que perdurarían en el seno de su familia hasta pasados siglos enteros. Nunca hubo una sola contienda en la que no se proclamaran victoriosos ni una sola cabeza enemiga que no hubiera sucumbido bajo el yugo de las lanzas y las espadas que portaban en la batalla. En ella era donde lucían elegantes galas bañadas con remiendos de todos los colores y bordados que relucían incluso ante el más débil destello de la luna. No se unían bajo un mismo uniforme o vestimenta e incluso las armaduras podían pasar a ser desde negras y pesadas hasta cotas de malla tan livianas como el más etéreo de los pensamientos. Algún insensato podría llegar a pensar que eran ropajes más propios de un vagabundo, sin embargo, todo el mundo en Heren sabía que cada una de las pequeñas telas que llevaban consigo, tenían un sentido muy especial. Y es que, en la capa y el escudo, mostraban el emblema de la familia a la que pertenecían. Utilizando la gama de colores que este les otorgaba, bañaban sus telas con un poema de sensaciones y dibujos forjados desde el más sincero de los ideales. La defensa de su propia sangre y del honor de su propia estirpe por encima de todas las cosas. Nunca quisieron jurar lealtad al emperador ni a Heren, sus intereses fueron únicamente suyos y nunca nadie osó contradecirles. A pesar de mostrarse totalmente ajenos a todo lo que tuviese relación con el imperio al que pertenecían, ningún humano osó dudar de que defendían la paz y la luz por encima de todas las cosas. En la hoguera de la batalla, mostraban sus cuerpos y su acero y no dudaban en lanzarse contra las hordas de la legión negra extendiendo el pánico y el horror entre las criaturas que normalmente se encargaban de engendrarlo. Por desgracia para Heren, nunca volverá a cabalgar sobre el lomo de sus verdes praderas nadie que se parezca ni de lejos a aquellos soldados divinos que manejaban la espada como si de una elegante pero salvaje danza se tratase.

En escritos ya perdidos, se cuenta la leyenda de que en tiempos inmemoriales un hombre se adentró en las desoladas tierras de Gaedlun. Sus pasos lo arrastraron hasta una montaña de la que decían que había surgido de la espalda de un gigante. Entre sus recovecos rocosos se perdió y a pesar de la dureza de la marcha, no aflojó el ritmo hasta que sus pies repletos de cayos y sus tobillos machacados por la piedra y la nieve, lo empujaron hasta un valle perdido en algún lugar de aquel infierno desolado. Aquel paraíso helado guardaba en sus entrañas un pequeño lago que por su tamaño apenas podía ser considerado como tal. En el centro de este, y firmemente sujeta por la gruesa capa de hielo, el viajero se encontró con la figura desnuda de una mujer. El cabello negro como el carbón le caía hasta los hombros y describía pequeñas curvas aquí y allá corriendo sin control por aquel magnífico cuerpo tan blanco como el de la nieve que la rodeaba. Su belleza grandiosa y pura era tan sólo superada por la del diminuto trofeo que refulgía hundido en el agua. Bajo los pies de la espléndida desconocida, y flotando en un mar de hielo, halló una copa de oro cuya perfección y hermosura lo dejaron aliento alguno. No llevaba ningún símbolo grabado en su superficie, ni siquiera un triste dibujo que pudiera determinar su procedencia. Más el hombre supo que sus ojos no volverían a cruzarse con semejante tesoro.

-Contadme dama del hielo -clamó entonces- cuan bello debe ser el fulgor de mi alma para poder poseer el cáliz que con tanto ahínco guardáis.

La mujer se agachó ante la superficie congelada y valiéndose únicamente de sus manos desnudas, abrió una pequeña abertura en el frío escudo del lago.

-Tan sólo el suficiente como para que pueda vencer al frío y al dolor.

Sin cruzar siquiera un deje de duda. Desnudó su cuerpo y lo lanzó al corazón de la muerte que se abría ahí donde morían sus pies. Nadó en las gélidas aguas cegado por la belleza de aquella joya dorada que lo llamaba desde las profundidades. Ni siquiera se detuvo a pensar si lo que hacía era o no racional, su alma estaba poseída por aquella diminuta maravilla que lanzaba flamígeros fogonazos de luz dorada desde la oscuridad de las aguas en las que estaba hundiendo su propia existencia. Durante horas su cuerpo se fundió con el agua que lo atenazaba como un abrazo mortal. Asió la copa con las pocas fuerzas que fue capaz de rescatar desde lo más recóndito de su alma. Sin soltarla ni un solo segundo, se dirigió hacia la superficie para comprobar que la pequeña abertura por la que se había colado, volvía a estar ahora congelada y cubierta por una capa de hielo tan gruesa como la que había visto antes de introducirse en aquella jaula de agua congelada. En la soledad y desesperación de su propia desgracia, clamó a los dioses por su salvación y rogó a la vida por la que había luchado, que elevara sus manos para sacarlo de aquel pozo desolado. Nadie respondió a su llamada y para su desgracia, tuvo que permanecer allí sumergido con la única compañía de aquel bello cáliz que aún permanecía bajo el abrigo de sus brazos.

Allí mismo, y en idéntica postura fue donde lo encontraron meses después sus compañeros. Cuando las nieves del invierno se retiraron a las más altas cumbres y la escarcha de los senderos desapareció, fue rescatado del lago que había sido su jaula durante los últimos meses y fue llevado hasta una pradera en la que comprobaron que había fallecido. De sus manos aún congeladas extrajeron el cáliz y en su espalda encontraron tatuado un gigantesco mapa perfectamente detallado. Los libros rescatados del templo de la orden, narraban como poco después la dama se presentó ante los hombres y les contó que desde aquel momento su misión sería la de cabalgar por el mundo en pos de un lugar en el que poder dar descanso a aquel magnífico tesoro. Les habló del lugar donde la luz de la luna descansaba todas las noches y donde se fabricaban los sueños que volaban por la tierra. Les dijo que era allí a donde debían llevar la copa que había sido la perdición el viajero y que desde aquel momento su única meta en la vida sería esa. Prendados por la belleza del cáliz y de la mujer, dieron inicio a una de las búsquedas más legendarias de la historia de Heren lanzándose a una travesía tan larga como veinte generaciones de hombres. Ya no serían guerreros, ni siquiera humanos corrientes, tan sólo caballeros cegados por el amor hacía un objeto que los empujaría a cometer los actos más valerosos jamás recordados en la tierra de la luz.

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